El cirujano Robert Liston realizó el 21 de diciembre de 1846 en el hospital University College de Londres la primera intervención quirúrgica con anestesia de Gran Bretaña. Con éter. La sala de operaciones estaba atestada, y no solo de profesionales y estudiantes. El voyerismo médico estaba a la orden del día, aunque no tenía tanto éxito como el de ejecuciones. Campeón de los cirujanos de la era preanestésica, Liston era rápido como el rayo con el cuchillo y la sierra (un segundo menos de sufrimiento atroz era un segundo menos de sufrimiento atroz). Además se beneficiaba de una gran fuerza física (medía casi dos metros), lo que evitaba el engorro escalofriante y potencialmente fatal de que el serrucho se quedara trabado en un hueso. Bien, Liston y sus ayudantes tardaron 28 segundos en amputar por encima de la rodilla la pierna derecha de Frederick Churchill y atar con nudos marineros la docena de arterias y venas cortadas. El paciente seguiría todavía unos minutos en el séptimo cielo. «¡Hemos vencido al dolor!», proclamó el diario People’s Journal.

Pero no habían vencido a la erisipela, la gangrena, la septicemia y la piemia, las cuatro principales infecciones posoperatorias, que causaban una tasa de mortalidad disparatada en los hospitales británicos, mayormente para pobres (las personas con posibles no pisaban uno ni a tiros). «Un soldado tiene más posibilidades de sobrevivir en el campo de Waterloo que un hombre que entra en un hospital», dijo el cirujano James Y. Simpson, y eso que corría ya 1869.

El llamado hospitalismo (las cuatro infecciones del apocalipsis) era un problemón especialmente en el Londres ya industrial, una colosal máquina de romper, fracturar, rajar y quemar cuerpos, y por ende, de mandarlos a «casas de la muerte».

Meca de la cirugía

De este macabro telón de fondo emergió Joseph Lister, un hombre al que después de leer De matasanos a cirujanos (Debate), de Lindsey Fitzharris, dan ganas de empezar a levantar estatuas. Cuáquero (lo que suele ser una buena noticia, pese al capitán Ahab y Richard Nixon) e hijo de un pionero del microscopio, Lister asistió como estudiante de cirugía a la citada amputación de Liston. Desarrolló buena parte de su carrera en Edimburgo, una meca de la cirugía debido en buena medida a la escandalosa hiperactividad durante años de los resurreccionistas o ladrones de cadáveres para universidades. Cirujano brillante, pronto el hospitalismo se convirtió en su obsesión, y cuando Louis Pasteur comenzó a formular la teoría de que las infecciones están causadas por microorganismos, se volcó en prevenirlas.

Oposición feroz

El grueso de los carniceros eran de la escuela que celebraba «la vieja y buena peste de hospital» y creían que las infecciones se originaban por generación espontánea o por el aire malsano. Los métodos antisépticos de Lister, científicos y basados en el ácido carbólico, fueron larga y ferozmente criticados y ridiculizados. Hasta que la evidencia de que se le morían muchísimos menos pacientes que a los demás no pudo ser ignorada, máxime cuando la reina Victoria se convirtió en uno de sus pacientes.

Seducida Gran Bretaña, le siguieron el continente europeo y EEUU, donde tuvo que doblegar una oposición frontal pese a que la guerra de secesión había causado 30.000 amputaciones de extremidades solo en las tropas de la Unión, con la consiguiente mortalidad tremenda por hospitalismo.

La de vidas que salvó Lister. Su biografía por Fitzharris funde lo truculento y lo edificante como en contadas ocasiones se ve.