Dado su histérico uso de la cámara al hombro, cualquiera diría que el director Jonathan Liebesman concibió esta fantasía de invasión alienígena durante un ataque epiléptico.

Liebesman casa esa falsa estética documental --que pretende contagiarnos de la confusión que reina en el fragor de la batalla pero que confunde a secas-- con un cóctel de romanticismo militarista, melodrama y, sobre todo, mucha destrucción tediosa no tanto por su repetición --ocupa aproximadamente 90 de los 110 minutos de metraje--, sino porque no va acompañada ni de una sola imagen verdaderamente memorable ni de personajes de carne y hueso --a excepción del sargento Michael Nantz, marginalmente más reconocible porque aparece más tiempo en pantalla y porque lo interpreta Aaron Eckhart--.

Cada vez que uno de ellos es eliminado a manos de un efecto especial, resulta difícil identificar con seguridad de quién se trata.

El exceso pirotécnico significa también que no hay en el relato muchas frases de diálogo, lo que casi se agradece considerando el nivel de inspiración de las que sí están, en especial los numerosos discursos acerca de mostrar al enemigo cómo luchan los marines y de recordarnos que los marines nunca se retiran y que incluso cuando los marines toman las decisiones equivocadas son lo más, porque al menos han tenido el coraje de tomar una decisión.

La dedicación a ensalzar la gloria del ejército estadounidense en este combate que tiende a arrasar la ciudad de Los Angeles, es tan abundante y tan pomposa que, con solo unos ligeros ajustes, esta película del género de catástrofes podría funcionar como una efectiva parodia.