"¿Gastronomía inglesa? Sí, es un perfecto oxímoron (aquello de poner juntos dos conceptos antagónicos), he de reconocerlo. Soy inglés, sé de lo que hablo". Quien se burla así de su cocina nacional es Lawrence Norfolk (Londres, 1963), un autor ausente de las librerías desde hace más de una década tras haber probado las mieles del éxito con El diccionario de Lemprière y El rinoceronte del Papa , exquisitos artefactos históricos al estilo Umberto Eco. La novela del regreso, El festín de John Saturnall (Galaxia Gutenberg), a diferencia de las anteriores, se puede resumir en pocas líneas: "De cómo un huérfano en el siglo XVII consigue convertirse en el chef de cocina más reconocido de su época, de cómo su vida queda destrozada por la guerra civil y de cómo se enamora de la mujer equivocada".

La gran sorpresa, hija de la erudición de la que Norfolk hace gala, es que en aquel momento Inglaterra tenía la cocina más sofisticada de toda Europa, incluyendo Francia e Italia. Pero le cortaron la cabeza al rey Carlos I, llegó al poder el puritano Oliver Cromwell --"que se hizo famoso por prohibir la Navidad", apunta Norfolk clarificadoramente-- y todo aquel mundo hedonista en el que reinaba el cocinero John Saturnall se fue a pique, abriendo un triste camino que culminó en el pastel de riñones y las fish and chips . "Se quebró la cadena de suministros y, aunque con la Restauración se devolvieron los bienes incautados, la gastronomía, que es un ser vivo, ya nunca volvió a recuperarse", sentencia.

En estos 12 años de silencio desde su última novela, a Norfolk le han pasado muchas cosas: una novela excesivamente ambiciosa que se frustró, el guion de una superproducción que también, dos hijos estupendos, una estancia en Estados Unidos donde aprendió a cocinar como estrategia para hacer amigos y la ardua documentación de esta novela. "Me adentré en aquellos recetarios maravillosos repletos de sorpresas".

Un buen ejemplo, para el autor, es cómo conseguir uno de los 23 ingredientes de un complejo pastel de frutas, el jarabe de azúcar. Se necesitan varias piedras de azúcar que, molidas e introducidas en la vejiga de un cerdo gracias a la pluma de una oca, donde se las agita suavemente a lo largo de tres días, acaban por producir el producto deseado. O esta otra en la que inervienen crema fría, miel tibia y una escalera. Cada uno de los capítulos viene acompañado de esas recetas estrambóticas, antecedentes de las fantasías de Ferran Adrià.

La manzana de Eva

El reto para Norfolk es aportar a la literatura algo que, a su entender, es un terreno virgen. "Rabelais, Huisman, Petronio e incluso Proust. Todos ellos describen el acto de comer. Pero ninguno se lanza a describir gustos y texturas". Norfolk va, en intenciones, mucho más allá: concibe el festín como un ritual social capaz de causar el recelo de los poderosos. Y así se remonta al kilómetro cero: "Cuando Eva le dio la manzana a Adán fue un hecho gastronómico sancionado por la autoridad local".

Pero eso es historia. Hoy, con un restaurante, el Fat Duck en la lista de los mejores del mundo, no todo está perdido para la cocina inglesa, incluidos los fogones más humildes. "Puedo asegurar que en los últimos años ha mejorado muchísimo. Pero es que no podía estar peor".