Hubo un tiempo en el que los políticos creían de verdad que la cultura puede transformar las mentes, que un libro puede funcionar como una bomba de relojería infiltrada en el sistema. Fue parte de la política de la guerra fría. Y todo porque el sueño más clandestino de los ciudadanos soviéticos estaba habitado por la Coca Cola, los tejanos o los vinilos de jazz , pero también por el deseo de leer lo que se escribía en el propio país y a lo que no se podía acceder. Doctor Zhivago ilustró eso.

El libro ya era una leyenda en la URSS cuando, el habitualmente poeta, Borís Pasternak (Moscú 1890-Peredélkino 1960) la estaba escribiendo, arrinconado por el régimen estalinista desde finales de los años 30, sabedor de que nunca lograría verla publicada oficialmente en ruso. La forma en que después de muchas vicisitudes la novela regresó a su país en edición pirata impulsada por la CIA, después de haberse convertido en un apoteósico éxito editorial de Occidente ha producido no pocos libros de ensayo y memorias pero ahora una novela lo refleja con amenidad.

Los secretos que guardamos (Seix Barral), best-seller en el que la norteamericana Lara Prescott ha creado una ficción muy documentada, pone el foco en dos mecanógrafas imaginarias dentro del mecanismo del plan real de la CIA. La agencia de inteligencia utilizó una editorial inexistente en Francia para lanzar allí una única novela, Doctor Zhivago, que regresó así al país en su versión rusa, de tapadillo, aprovechando la Expo de Bruselas de 1958 -que tan bien retrató Jonathan Coe-. Así un economista ruso ocultaría el libro bajo la solapa de un catálogo del encuentro. La mujer de un ingeniero aeroespacial lo escondería en una caja de compresas vacía. Un trompetista de fama, en la funda de su instrumento. Gracias a ellos, las páginas circularon entre la intelectualidad moscovita que básicamente se hacía esta pregunta: ¿Qué tiene este libro de subversivo?

Cuando Prescott lo leyó por primera vez de jovencita también se hizo esa misma pregunta. De hecho, debía su nombre de pila a la heroína de la novela porque su madre se había enamorado de la película de David Lean. «Lo que hace es desafiar el colectivismo soviético. Su protagonista es un individuo que no se deja arrastrar por las consignas y las opiniones únicas. Pasternak, además, retrata a todos y cada uno de los personajes: a aquellos que se enriquecieron con la revolución pero también a los que la sufrieron perdiendo libertades y lo mejor es que cada uno de ellos muestra un pensamiento distinto y genuino».

La novela, la de Prescott, traza un fresco histórico cosido con una trama de espionaje y una ambientación estilo Mad Men, porque también retrata ese momento clave en el que las mujeres empiezan a hacerse un hueco en el panorama laboral.

También se acerca al drama del propio Pasternak, amargado durante años porque ha visto como sus colegas han sido enviados a los gulags siberianos o directamente al pelotón de fusilamiento, mientras a él tan solo se le recluía en el ostracismo. «Él tiene la culpa del que ha sobrevivido y no se lo perdona», asegura Prescott. Su pecado, haber sido uno de los poetas de cabecera de Stalin . A la norteamericana le interesa todavía más la figura de Olga Ivinskaya, editora y amante de Pasternak, y no muy lejano trasunto de la Lara de la novela, a quien el régimen llevó a prisión en dos ocasiones.

El tema de Lara

Ivinskaya sobrevivió más de tres décadas a Pasternak y pudo contemplar cómo en 1988 el gobierno de Gorbachov permitía, por fin, la publicación de la novela y las colas que se formaron para comprarla. Allí había incluso gente que la había leído en la vieja edición pirata de la CIA. Durante años corrió el rumor de que el manuscrito original le había sido robado a Giangiacomo Feltrinelli -el primero que se atrevió a editarlo- en una parada forzosa en Malta del avión en que viajaba. La realidad, como mostraron los papeles desclasificados por la CIA en el 2014, fue mucho más prosaica. «Fueron los familiares de Pasternak los que la hicieron llegar a la inteligencia británica y estos se lo cedieron a los estadounidenses», cuenta Prescott.

Para el autor, su fama en Occidente -a despecho del régimen soviético- no hizo más que abonar su tragedia personal. En 1958 se vio obligado a rechazar el premio Nobel y murió solitario en su dacha de Peredélkino. De ninguno de los 99 documentos desvelados años después se desprende que la CIA presionara a la Academia Sueca.