El periplo de Carlos Acosta, que pasó de bailar breakdance en un barrio marginal de La Habana a convertirse en leyenda mundial de la danza y primer bailarín del Royal Ballet de Londres durante 17 años, sorprende aún más si consideramos que pasó una parte de él odiando el baile. «Me llamó mucho la atención, porque era como lo contrario de Billy Elliot», explica Icíar Bollaín, que repasa la vida del cubano en su nuevo trabajo, Yuli. «Pero, con el tiempo, el baile dejó de ser su cárcel para ser su refugio».

La película, con la que la madrileña compite por tercera vez por la Concha de Oro -ya lo hizo con Te doy mis ojos (2003) y Mataharis (2007)-, se aleja de los biopics al uso de varias maneras. En primer lugar, en ella el propio Acosta se interpreta a sí mismo en tiempo presente, mientras ensaya con su compañía un espectáculo sobre su vida al tiempo que recuerda momentos definitorios de su infancia y juventud. Asimismo, comenta la directora, «rehúye la narración convencional en tanto que una parte importante de la historia de Carlos y de sus emociones está expresada a través de los números de baile».

Su historia de superación, en la que juega un papel esencial la figura de su padre -«un camionero casi analfabeto que lo obligó a ingresar en el Ballet Nacional de Cuba para sacarle de la calle»-, le sirve a Bollaín para trazar en paralelo una historia de la Cuba de los últimos 40 años. A lo largo de Yuli, en efecto, se suceden referencias a cubanos que huyen de la isla para exiliarse en Miami, la recesión económica de principios de los 90 conocida como Periodo Especial y la crisis de los balseros. «En cualquier caso, he querido hablar de la Cuba menos conocida», aclara la directora. «Cuando se habla de este país, el aspecto político pesa mucho, pero yo quería prestar más atención a su escena cultural, que es verdaderamente impresionante».

Basada en la autobiografía No mires atrás, que Acosta publicó en 2007, Yuli oscila de forma insistente entre vistosos momentos de danza y escenas de melodrama familiar que resultan más bien toscas, en buena medida por el empeño en la sobreexplicación. A lo largo del metraje, repetitivos diálogos se dedican a reiterar ideas al mismo tiempo subrayadas no solo a través de coreografías de danza sino también de sucesivos flashbacks. En cualquier caso, eso sí, la película funciona como valiosa reflexión sobre lo que Bollaín define como «la responsabilidad que el talento conlleva. ¿Y qué si un artista quiere llevar una vida normal? Si tienes un don, tienes que usarlo y afrontar todos los sacrificios que conlleva. En ese sentido, puede acabar convirtiéndose en una maldición».

Abusos de poder

También estrenada ayer en el concurso donostiarra, Rojo pasa por ser la mejor de las películas presentadas hasta la fecha en pugna por la Concha de Oro. Igual de efectiva como cine negro que como crónica social de la Argentina de los 70, una época en la que la gente podía desaparecer de forma repentina y nadie hacía preguntas, la tercera ficción de Benjamín Naishtat se sirve de la peripecia de un abogado de provincias para ofrecer un retrato asombrosamente atmosférico de un mundo infectado de amoralidad y paranoia.

Sobre el papel, es un universo similar al que retrata Alpha: The Right to Kill, en la que el filipino Brillante Mendoza usa la guerra contra el narcotráfico emprendida en su país por el presidente Rodrigo Duterte como telón de fondo de una historia de podredumbre policial rampante; es una historia llena de potencial que Mendoza sabotea a través de su aturullada puesta en escena y su desinterés por el ritmo y la concisión narrativos. Nunca antes 90 minutos escasos de metraje se habían hecho tan largos.