El viaje que emprendió Frédéric Beigbeder (Neuilly-Sur-Seine, 1965) hace unos años en busca del secreto de la vida eterna tuvo unas cuantas paradas estrambóticas, por ejemplo cuando en un centro de investigación de San Francisco le hicieron una transfusión de sangre joven: leucocitos, eritrocitos, plaquetas y demás parafernalia vampírica de personas entre 19 y 25 años. O cuando pagó 200 euros por la secuenciación de su genoma, y mientras esperaba los resultados se mordía inquieto las uñas imaginando que, quién sabe, tal vez le dirían que en dos años contraería el párkinson, o en cuatro el alzhéimer. «Con la misma inquietud que tienes cuando te mandas hacer el examen del sida y te dan los resultados. Tienes miedo, pero sobre todo ganas de saber». Con su hija de 8 años, el escritor francés visitó varios países para entrevistar «a los sabios que trabajan en la eternidad» y someterse a sus terapias, y el resultado es una extraña obra que es a la vez novela, libro de viajes, reportaje periodístico y, como dice él, «novela de ciencia no-ficción». Una vida sin fin, la edita Anagrama.

«Es un reportaje sobre la vida eterna», dijo Beigbeder ante la prensa el día que la presentó. «Quería saber si podemos o no ser inmortales». El autor de 13,99 euros y Una novela francesa era consciente de que la inmortalidad es un tópico, uno de los temas favoritos de la literatura, y de que pisaba un terreno con una larga tradición a cuestas -citó el antiquísimo Poema de Gilgamesh, por ejemplo-, pero pensó que había un libro sobre esa utopía «que no se había escrito»: uno elaborado desde la perspectiva de los avances tecnológicos de este siglo. «¿Dónde estaría Frankenstein en el 2020?», se pregunta. «En Frankenstein se reanima un cadáver mediante un shock eléctrico, algo que entonces no se sabía que se podía hacer y que hoy en día es algo corriente. En ese sentido, este libro es igual». Quién sabe, quizá sea normal de aquí a un tiempo alargarse un poco la vida con la sangre de algunos bien seleccionados efebos.

Perder la humanidad

Beigbeder no ha dejado de ser Beigbeder para escribir sobre algo tan grave como la posibilidad de no morir, y lo ha hecho con la misma ligereza y humor que recorren casi todos sus libros. «No iba a escribir algo serio sobre la muerte. Habría sido terrible», dice. Pero la muerte pesa, y unas pesquisas de esta naturaleza no podían soslayar cuestiones serias. Por ejemplo, que acceder a la eternidad es una renuncia a la humanidad: implica modificarla, mejorarla. «¿Estamos dispuestos a hacerlo?», pregunta el autor. O por ejemplo: que se avecina un tiempo en que «los médicos se van a ocupar cada vez más de gente que no está enferma, en que la medicina consistirá en detectar el riesgo para alejar la muerte».

¿Estamos dispuestos? O por ejemplo: que la vida eterna va a ser un privilegio, por lo menos al principio, de gente rica. «Seguramente el primer hombre que vivirá más de 200 años será un multimillonario de Silicon Valley y no un niño del tercer mundo. Pero esa diferencia de clases ya existe. En los países desarrollados la esperanza de vida es mayor, y los ricos ya tienen acceso a mejores tratamientos. La esperanza es que en un futuro las terapias para alargar la vida sean menos caras y más accesibles». De todos modos, «vivir eternamente es un delirio narcisista de ricos y de escritores», agrega.

¿Aspira Beigbeder a la vida eterna? «Eternizar el tiempo es el proyecto de todos los escritores. Siempre estamos cogiendo lo efímero para volverlo permanente». Ahora bien, si se tratara realmente de vivir para siempre, él preferiría el «hedonismo eterno». Todos firmaríamos.