Ayer, lunes 2 de noviembre del 2009, murió en Madrid uno de los grandes maestros del oficio de la interpretación escénica.

Maestros, en mi opinión, son quienes --en cualquier ámbito de la actividad humana-- inauguran caminos para ahondar en aquello que somos, quienes logran encender una lamparita en lo oscuro, allá al fondo, y contribuyen a ampliar nuestra comprensión de lo incomprensible, cosa que, finalmente, sirve para vivir un poquito mejor, que es de lo que se trata.

José Luis López Vázquez fue un gran creador, es decir, un hombre que se atrevió a jugar con la realidad, a experimentar con ella --desde su cuerpo, su voz, su alma-- con fines reveladores: invocar la capacidad de juego y experimentación (de conocimiento, de posibilidad de sanar y disfrutar, al fin) que hay en todos nosotros.

López Vázquez fue y es y será siempre (benditas sean las filmotecas y los videoclubs) un maestro, y yo, como tantos, un alumno agradecido. Una de las muchas crueldades del sistema que hemos creado para convivir --nuestra sociedad del desamparo y la insolidaridad-- son las diferentes formas de olvido.

Todo lo que necesitamos saber para aprender a convivir mejor, para llegar a ser nosotros mismos (ese puñado de emociones y sentimientos que reclaman ser expresadas, vividas) ya está escrito, pintado, filmado o interpretado, pero insistimos en ignorarlo.

Todos los que hoy buscamos lenguajes claros para recoger y transmitir experiencias desde un escenario somos --lo sepamos o no-- herederos y deudores de gente como José Luis López Vázquez, Alfredo Landa, José Sacristán y otros tantos y tantas otras sin cuyo esfuerzo y valentía para arriesgar y abrir caminos expresivos no habríamos podido hacer las películas o las obras de teatro que hemos hecho.

Algunos de ellos, sin pretenderlo, siguen experimentando (por muchos años). López Vázquez ya se echó a descansar. Esta noche tenemos función. Animalario al completo --tantas veces nos has estimulado e inspirado-- diremos, antes de salir al escenario: "Va por ti, José Luis".

*Actor