Desde el pasado 15 de septiembre hasta el 29 de este octubre que huele a verano rancio, se puede ver en el Palacio de los Barrantes-Cervantes de Trujillo (Cáceres) la exposición retrospectiva Búsquedas, o 24 obras del pintor y escultor extremeño Guillermo Silveira. Ahora que se nos han cumplido treinta años de su muerte, tenemos la ocasión de contemplarlas, unas por primera vez, otras ya vistas, partes todas de esa memoria colectiva y vaga, inexplicable, que a menudo guardamos en un hondón del alma, o donde sea, hecha de grandes pinceladas grises, de cielos nunca azules y tristes despedidas, y soledades. Punto.

Ya podríamos hablar de aquellos años 70 y jubilosos, en que eso de vivir (así, sencillamente) parecía que iba a ser un asunto para toda la vida; hasta Dios nos hablaba cualquier día, uno andaba estudiando Magisterio y, lo que son los azares y las necesidades, acabó conociendo a un artista, nada menos que a todo un artista que había nacido en Segura, que había vivido en su pueblo aun antes de la guerra, que se acordaba, como si fuera entonces, de lo guapa que era Julia Albano, de las clases de Catón y don Eugenio Hermoso…; lo que pasa es que Guillermo venía de Sigüenza (ventajas de tener un padre guardia) y, lo que son las cosas, empezó por conocer a un grupo de pintores franceses y posimpresionistas, nada menos que posimpresionistas, que será como decir de los que priman la luz sobre el dibujo, la sangre sobre el cálculo preciso y matemático, la libertad creadora…, de cuanto se deduce que las clases de Catón y don Eugenio Hermoso le vinieron estrechas al muchacho.

Ya podríamos hablar de lo que vino luego, de su pintar en Huelva, Salamanca, Talavera (la Real), Santiago, Valladolid, Pamplona, de nuevo Salamanca, Talavera (hasta el final), de un moverse de un sitio para otro durante tantos años (beneficios de ser meteorólogo del Ejército del Aire), de aquella muestra del 59, de aquel expresionismo feroz y rupturista…, y todo sin salirse de un Badajoz donde lo más moderno eran los bodegones de Felipe Checa (y eso que por lo menos era anticlerical hasta las cejas), las cacerías de Adelardo Covarsí y esas muchachas dulces y coloradotas (el adjetivo es de Alberti, nada menos que de Alberti) de mi omnipresente Eugenio Hermoso. Porque la verdad, que nunca es triste, lo que pasa es que no tiene remedio, es que 24 obras del pintor y escultor extremeño Guillermo Silveira dan para mucho. Punto.

Lo que pasó fue que aquellos años 70 y jubilosos se fueron como tiñendo de estaciones vacías y palomas sobre tejados grises, de vetustos vagones de tercera que apenas si podían llevarnos hacia ninguna parte, donde una niña triste y como ausente, nos seguirá esperando a que volvamos a aquel pueblo sin nombre, o tal vez una tarde pegado a su castillo un grupo de pintores franceses y posimpresionistas nos seguirá diciendo que pintemos la vida como sea…, y eso que nosotros los de entonces ya no somos los mismos.