Terrence Malick hizo anoche lo que había venido a hacer al Festival de Cannes: ganar la Palma de Oro. Ningún otro premio abría estado a la altura de las elefantiásicas ambiciones de su quinta película, El árbol de la vida . Y su ausencia del palmarés no era una opción. Por un lado, porque los responsables del certamen llevaban desde 2009 ansiosos por enseñársela al mundo, revoloteando alrededor del esquivo director en espera de que acabara de retocarla, conscientes de que los festivales grandes y las películas grandes se retroalimentan; por otro, porque el arte de Malick posee la misma genética que el del presidente del jurado, Robert de Niro: ambos son hijos del llamado Nuevo Hollywood y, cada uno a su manera, son dos de las personalidades más impenetrables salidas de ese movimiento.

Que Malick no iba a subir al escenario del Palais de Cinema a recoger su premio ya se sabía. Hace ahora una semana, no participó en la presentación de El árbol de la vida , ni asistió a la rueda de prensa, ni cruzó la alfombra roja. Es una personalidad tan misteriosa e inescrutable como su película, que acumula asociaciones libres de hermosas imágenes, sonidos, sueños, fantasías, miradas, susurros e impresiones para reflexionar sobre el cosmos, el sentido de la vida y el papel que Dios juega en todo ello. Es el trabajo más personal de Malick, y quizá por ello es imposible que ninguno de nosotros llegue jamás a entenderlo como él lo entiende. Y su tendencia a la imaginería new age es por momentos tan intolerable como sus mayúsculas ínfulas. En todo caso, es la única película vista este año que provocará sucesivas e interminables discusiones en los próximos años.

De Niro y sus compañeros jueces decidieron que el Gran Premio Especial del Jurado fuera compartido por El niño de la bicicleta, de Jean-Pierre y Luc Dardenne , y Erase una vez en Anatolia , de Nuri Bilge Ceylan, las dos mejores películas mostradas en el certamen. Ambas representan una forma de hacer cine contraria a El árbol de la vida : son obras hechas desde abajo, que no se dan importancia, que no alardean de su magnitud, por otro lado: indudable. Porque el turco ofrece un demoledor retrato sobre la banalidad y la miseria humanas, y porque los hermanos belgas han vuelto a demostrar que el único cine social honesto y, por eso, útil es el que ellos hacen. Para los tres es ya un hábito recoger premios en Cannes. Ceylan ya obtuvo este mismo galardón por Lejano (2002) y el de mejor director por Tres monos (2008), mientras que los Dardenne ya tienen nada menos que dos Palmas de Oro en su haber.

MEJOR DIRECTOR Pocas pegas pueden ponerse, asimismo, al resto de premios otorgados. El danés Nicolas Winding Refn fue nombrado mejor director gracias a Drive , película que desafía todas las corrientes actuales del cine de acción sobre todo porque no olvida el elemento humano, y que posee escenas automovilísticas magníficamente orquestadas. Jean Dujardin, mejor actor, engrandece el homenaje al cine mudo The Artist . Su interpretación, apoyada exclusivamente en la gestualidad de su rostro y la movilidad de su cuerpo, es toda comicidad, tristeza y ternura. Por último, concederle a Kirsten Dunst el premio a la mejor actriz por Melancholia podría entenderse como un desafío al festival --que castigó al director Lars Von Trier por sus declaraciones antisemitas-- de no ser porque su trabajo se justifica solo.

PEDRO ALMODOVAR, DE VACIO El affaire Lars Von Trier acaparó titulares durante varios días, pero, afortunadamente, esta edición del Festival de Cannes será sobre todo recordada por sus méritos artísticos: ha sido una de las cualitativamente más potentes de los últimos años, y confirma que, hoy por hoy, éste es el único festival del mundo que importa. También será recordada como la cuarta vez que Pedro Almodóvar se queda sin la Palma de Oro --José Luis Alcaine fue premiado por la fotografía de La piel que habito -- Al final van a conseguir que se harte de perseguirla.