En la cuarta novela de Hélène Gestern (Nancy, 1971) y la primera traducida al castellano, la autora retoma sus motivos predilectos -ya esbozados en Eux sur la photo (2011), La part du feu (2013) y Portrait d’après blessure (2014)-, intereses como la memoria, el duelo, la búsqueda de la verdad y la fuerza evocadora de la fotografía, ideas confabuladas esta vez en El olor del bosque para seducir al lector a embarcarse en una gratificante travesía de casi 800 páginas que mantiene el pulso hasta el final. Un bestseller de calidad donde se entremezclan la narración histórica y el romance con las gotas justas de thriller.

Aquí el pretexto narrativo es un encargo envenenado que a la postre acaba convirtiéndose en antídoto. Élisabeth Bathori, prestigiosa historiadora de la fotografía, está sufriendo una depresión severa a consecuencia de la muerte de su compañero, el gran amor de su vida, cuando recibe una propuesta laboral que la pone en movimiento: Alix de Chalendar, una mujer de 89 años, le confía las fotografías realizadas por su tío, Alban Willecot, un teniente fallecido en 1917, durante la gran guerra, así como la profusa correspondencia que este mantuvo desde las trincheras con su íntimo amigo Anatole Massis, un eminente poeta post-simbolista. Poco después, la anciana le deja en herencia una acogedora casona en el campo, en Jaligny, en el centro de Francia, y el compromiso de que visitará regularmente la tumba de su hija y velará por el legado familiar. La protagonista encuentra allí lo más parecido a un hogar, donde se encierra a desmigar su propio duelo, zambulléndose en el trabajo y su obsesión por la historia de Willecot, el pobre poilu, estudiante de astronomía y aprendiz de fotógrafo.

La investigación desentierra secretos familiares, amores prohibidos y odios atávicos entre generaciones, e impele a la protagonista a viajar por Europa -incluso a Madrid, con sus cafeterías en ebullición- a la busca de respuestas. Como cemento de construcción, la autora utiliza cartas, fragmentos de un diario en clave, la narración en primera persona, flashbacks, algún guiño metaliterario y un poemario de bellísimo título: La incandescencia de la carne. La carne amada y deseada. La carne de los soldados desventrados en el frente como peleles sin nombre.