Altea Wiegand tiene 14 años. Álvaro Nevado, 17. En el Ensemble de Saxofones del Conservatorio Hermanos Berzosa de Cáceres hay chavales de 12, de 16, de 20. Ninguno sobrepasa esa edad. No son raros, no son personas extraordinarias en sentido estricto: hay muchos como ellos. Han crecido en ambientes más o menos seguros (la serenidad es fundamental para la creación) y sus necesidades están cubiertas (hay comida en la mesa, hay un techo, hay amigos y amor). Han tenido guías: profesores, madres, padres, abuelos y unos cuantos libros.

Altea saca uno de la mochila cada vez que viaja en tren.

La experiencia vital (pensar, amar, vivir: los tres ejes del sentido de la vida que propugna el filósofo Josep María Esquirol, Premio Nacional de Ensayo) hace que uno se pregunte cosas. Por qué no conozco a tantas mujeres escritas en las clases de literatura. Por qué a casi ninguna mujer científica: ¿sólo ha existido Marie Curie? Por qué casi no a pintoras. ¿Se dice poeta o poetisa? ¿Soy poco feminista si me pongo un escote? ¿Cómo me dice a mí esta partitura que la toque? ¿Qué tengo que saber de Elgar para sacarle el máximo partido? ¿Cómo evitar que lo importante sea el intérprete y no la composición?

La cultura a veces parece alejada del mundo. O escapista. Uno ahí, leyendo, mientras el mundo se derrumba. No lo es: ayuda a mirar de lejos y mejor, más hondo, quizá. Y, sobre todo, a menudo nos ofrece un cierto tipo de esperanza. Una escucha a Álvaro Nevado, con 17 años, explicar los sonidos distintos que se les pueden sacar a los diferentes tipos de saxofones o ve la exposición de Altea Wiegand y piensa: «Siguen existiendo tus iguales». Y tus iguales son muchos.

Ocurre que a veces pienso que ellos nos dicen (a veces lo hacen): cómo estáis permitiendo esto. Esta degradación. Dónde estáis colocando el bien, dónde el mal.

Lidia Falcón tiene 82 años. Antonio González Pacheco le pateó el vientre mientras le decía: «Ya no parirás más, puta». A Rosa María García Alcón la detuvieron en la calle, la llevaron a la Dirección General de Seguridad y Antonio González Pacheco la recibió con golpes, insultos y patadas. También la usaron de escudo humano. A Willy Meyer, le encañonó con una pistola diciéndole que le iba a matar y apretó el gatillo. No estaba cargada. A ese señor, de la policía franquista, de la policía de una dictadura que no se ha cerrado culturalmente en España (entendida la cultura como los modos de hacer de un pueblo, en sentido amplio), le estamos pagando una pensión usted y yo.

Y el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, ese señor que tiene un parque con su nombre en Fregenal de la Sierra, porque aquí somos muy serviles con los poderes efímeros, no solo niega el testimonio de las víctimas: dice que nadie ha pedido que se le retire la medalla al mérito policial y el torturador se queda con su pensión. La ONU lleva décadas recriminando a España que no juzgue los crímenes del franquismo.

La cultura es política en estado puro. En sus manifestaciones, se basa siempre en el otro: uno crea para compartir: un cuadro, un poema, una novela, un ensayo, una obra de teatro, un baile… solo adquieren sentido en la otredad. En la comunión: la común unidad. La palabra viene del latín ‘communio’: communis es el que comparte cargos y obligaciones.

Durante la mayor parte de la historia, ahora también pero de modo más sutil, para las mujeres no hubo cargos que valieran. Ese sentido de comunidad y pertenencia lo ha reflejado Altea Wiegand en su muestra. Una mujer con cicatriz por pecho. Las flores de Frida Kahlo. Marie Curie investigando. Aprender, pintar, también es combatir. Quiere hacer algo en su instituto para educar en feminismo.

No está Hannah Arendt: quizá es pronto para que lea a Hannah Arendt. Pero ella acuñó (y para eso sirve la cultura: para interiorizar conceptos y ponerlos en el debate público) la expresión «banalidad del mal» para afirmar que cualquier persona, dentro de un sistema totalitario, puede hacer la atrocidad que ustedes imaginen solo por mantenerse dentro del sistema: realmente, la idea es más compleja. Son hombres «terrible y terroríficamente normales».

Los corruptos no son aberraciones. Los torturadores, ya nos lo enseñó Arendt (entre muchos otros filósofos, antropólogos, psiquiatras y forenses y novelistas) no son criaturas enfermas y abominables. Tampoco los dictadores. «El torturador es un funcionario. El dictador es un funcionario. Burócratas armados, que pierden su empleo si no cumplen con eficiencia su tarea. Eso y nada más que eso. No son monstruos extraordinarios. No vamos a regalarles esa grandeza». Lo escribió Eduardo Galeano en Días y noches de amor y de guerra.

Pero, a pesar de esa normalidad, no todos podríamos ser ese tipo de funcionarios. Hay quien elige, ya lo ven, trabajar de otra manera. Tocando, denunciando injusticias. Haciendo con los otros.

‘Mujeres sin rostro’. El Economato (Mérida). Hasta el 17 de junio.

Emsemble de Saxofones del Conservatorio Hermanos Berzosa. 1 de junio. Casa de la Cultura de La Codosera. 20.30 horas