Desde el punto de vista ético, la trayectoria cinematográfica de Michael Moore es irreprochable. En Roger and me ajustó cuentas con el presidente de la General Motors tras una serie de reestructuraciones improcedentes. Con la repercusión de The Big One logró que Nike dejara de emplear niños como mano de obra barata en Indonesia. Y en Bowling for Columbine , la película que le convirtió en una auténtica estrella mediática, arremetió contra la cultura de las armas en EEUU.

Su siguiente película era lógica. Moore tenía al presidente George W. Bush entre ceja y ceja, y el descubrimiento de sus relaciones con los mandatarios saudís y con la mismísima familia Bin Laden fue la espoleta que lo hizo saltar todo. El resultado: Fahrenheit 9/11 , donde lo que se quema es la vida política estadounidense.

Hay un fragmento demoledor en el último trabajo documental de Moore, aquel en el que Bush no sabe qué hacer ni adonde mirar cuando, durante una visita a un colegio, uno de sus asesores le susurra al oído que dos aviones pilotados por terroristas se han estrellado contra las Torres gemelas. Esta imagen es rescatada por Moore para darle sentido a la película: está concentrada toda la inutilidad y soberbia del máximo mandatario de EEUU.

El montaje es demagógico y hay momentos en los que apuesta más por la sugerencia. Aunque manipule el choque entre imágenes, hablan por sí solas y no pueden engañar a nadie.