La ciudad de Chicago ha decidido prohibir la venta y el consumo de fuagrás. Bien. Hubiera preferido que prohibieran antes la prisión de Guantánamo y sus guantanameras torturas. Es un alivio que los norteamericanos se preocupen de los ánades: el pato Donald y su familia lo agradecerán. Respetemos a los plumíferos aunque nos carguemos a los presos con una inyección letal y por las calles de la ciudad de Bagdad los iraquís caigan en bandada. Tiro al iraquí. ¡Cuac!

Los egipcios ya embotaban a los gansos para hipertrofiarles el hígado. Los romanos crasos eran comedores de la víscera grasa. También se hartaban con talones de hipopótamo. El de hipopótamo es un aperitivo que no puedes llevar al cine en un cucurucho. La Historia es un gran argumento para justificar la barbarie. Para qué negarlo: martirizamos a los palmípedos. Si al meterte el fuagrás en la boca piensas en el embudo que encastan al animal en el cuello, corres a por una lechuga (a menos que seas animista y pienses que la lechuga también grita ante las atrocidades que sufre). De inmediato deberemos tirar la ternera a la basura, que fue exterminada en el matadero, y el jamón de cerdo ibérico, cebado en las dehesas con toneladas de bellota. Las gastronomía es un arte de criminales.

En Chicago, el fuagrás es comparable al crack. Ilegal. Podemos ganar una pasta vendiendo latas de contrabando en las esquinas. Noticia: detenido un chef camello con un alijo de hígado micuit. Lo siguiente será acabar con las latas de atún --las almadrabas son genocidas-- para atacar después las factorías de mejillones asesinados en escabeche. ¡Libertad animal! Pssst, oye, tío, tengo una papelina de fuagrás.