Anteponer un artículo al apellido es prerrogativa de las divas. Cantantes de ópera y grandes actrices. Aquellas que te tocan la fibra del sentimiento con su voz y su palabra. A la gran Rosa Maria Sardà, actriz de teatro, cine y televisión, nadie le va a discutir el título de ser La Sardà, aunque ella a buen seguro le molestara reconocerlo, pero no es una diva quien lucha por serlo sino quien está tocada por la gracia. Y gracia, una gracia arisca y fatalista, como de cómica judía neoyorquina, tenía mucha la Sardà. Incluso para morirse la ha tenido. Dura y a la vez muy sensible, hablaba de su muerte sin edulcorantes ni aditivos, desde que hace unos años le diagnosticaron el cáncer que finalmente acabó con ella, ayer en Barcelona a los 78 años.

No era Rosa Maria Sardà una mujer fácil, los periodistas ya nos habíamos acostumbrado a eso. En las presentaciones de sus montajes teatrales aparecía como una más, en una rueda de prensa junto a sus compañeros de reparto con sus gafas ahumadas, en general con su amado Lluís Pasqual, y si hablaba no era para decir palabras cortesanas o para quedar bien con el personal, sino para expresar lo que realmente sentía, las más de las veces con acidez, sin importarle las consecuencias. De ahí que no se prodigara en las entrevistas.

Como actriz fue capaz de recorrer todo el pantone de las emociones humanas. Desde la risa más descarada -esa faceta de cómica la hizo enormemente popular tanto en el cine como, especialmente, en la televisión- hasta el más desgarrado de los dramas. Tener a la Sardà en un montaje teatral o una película, ya fuera en catalán como en castellano, era un seguro para la taquilla. No importa quién protagonizara la película, la Sardà siempre apantallaba el resultado. Por eso, como actriz de reparto ganó dos Goya por ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? (1994) y Sin vergüenza (2002) y recibió la Medalla de Oro de la Academia en reconocimiento a toda su carrera en el 2010. Tampoco se le resistieron los Max (tres, uno de ellos de honor). Y pese a su exhibida nonchalance frente a los galardones, en el fondo los apreciaba y creía en ellos, porque no de otra forma se ha de interpretar que devolviera airada la Cruz de San Jordi de la Generalitat cuando sus postulados cercanos al PSC y en lo personal al republicanismo la colocaron en la orilla opuesta del independentismo.

REINA DEL SARCASMO / Como buena diva, como una Anna Magnani nostrada, en sus momentos trágicos siempre aleteaba un punto de humor negro y al revés, en su comicidad siempre había un deje de amargura. La pieza teatral en la que mejor se apreció esta dualidad es Rosa i Maria, un espectáculo que Lluís Pasqual cortó a su medida en el Lliure en la que ella deslumbraba a la platea con su sarcasmo descacharrante y sus canciones para acto seguido, en la segunda parte, dejarlos con la sonrisa petrificada con el relato de una mujer afectada de cáncer. Años después volvería a meterse en la piel de una enferma terminal de esa misma enfermedad en Witt, una pieza que Emma Thompson estrenó en Gran Bretaña y a la que ella dotó de particular ferocidad cómica.

Encarnó a muchas madres y todas se alejaron de lo convencional. La mayoría de las veces eran un poquito terribles. Ahí está la Madre Coraje de Brecht, Bernarda Alba o, en otro registro, las de Airbag u Ocho apellidos catalanes, la poco acertada secuela de Ocho apellidos vascos. En la vida real fue madre del actor y director Pol Mainat, fruto de su relación con Josep Maria Mainat, una de las tres patas de la Trinca. Pero mucho antes le tocó ser la madre de sus cuatro hermanos -entre ellos, el periodista Xavier Sardà- todos chicos y bastante más jóvenes que ella, cuando a los veintipocos años se quedó huérfana de madre y se vio obligada a ayudar a su padre.

La actriz evocó esa pérdida que marcaría a fuego a todos los Sardà en un reciente libro autobiográfico, Un incident sense impòrtancia, compuesto por siete relatos. Uno de ellos era una poco kafkiana carta a la madre, con quien solía reír mucho aunque se peleara con ella a menudo. «Porque en el fondo éramos iguales», decía.

Joan, el más pequeño de los hermanos, murió de sida, y en la más reciente entrevista concedida, la que le hizo Jordi Évole el pasado mes de abril vía telemática en plena pandemia y en la que ya era apreciable el avance de la enfermedad, estableció una comparación entre el coronavirus y el VHI en su vertiente social: «El covid-19 puede pillarlo hasta un creyente, una persona decente, pero el sida era de gente marginal y degenerada. La gente rehuía a los enfermos. Fue horroroso lo que se hizo con ellos, fue vergonzoso».

AUTODIDACTA / No fue a la universidad, tampoco le hizo falta, porque su curiosidad le impulsaba como omnívora lectora de paladar refinado con Proust, Faulkner o Josep Pla, y su formación como actriz, lo mismo, también se desarrolló como autodidacta. Su trayectoria cinematográfica suma casi un centenar de títulos, entre los que destacan El efecto mariposa, de Fernado Colomo; Moros y cristianos, de Luis García Berlanga; Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar; Anita no pierde el tren, de Ventura Pons -uno de sus directores fetiche-; La niña de tus ojos y El embrujo de Shanghái, de Fernando Trueba, o Te doy mis ojos, de Iciar Bollaín. «Siempre fui una niña triste -solía decir- con una gran capacidad para ser infeliz». Y agorera como solía ser aseguró que había nacido durante una dictadura y que por el cariz que estaba tomando el ascenso de los fascismos en Europa no quería morirse durante otra.