Es fácil que la Wachenheim Gallery, en la sede central de la Biblioteca Pública de Nueva York, pase desapercibida para quienes acuden a visitar el icónico templo de los libros. De reducidas dimensiones, aproximadamente la tercera parte de lo que ocupa la tienda en el lado opuesto del pasillo, está casi oculta a la derecha de uno de los puntos de información de la planta de entrada. Hasta el 19 de enero, no obstante, esa pequeña sala hace el mundo más grande.

Tres paredes, dos vitrinas y una estantería central son espacio suficiente para acoger una muestra gratuita titulada, sencillamente, J. D. Salinger. Y ante la atenta supervisión de bedeles que se aseguran de que ningún teléfono o cámara saquen de ese espacio imágenes de lo que está ahí, se despliegan algo más de 200 piezas que permiten acceder de una forma inédita hasta ahora al escritor y la persona, un hito nada despreciable dado el feroz empeño que puso en vida para proteger su obra y su privacidad, esfuerzo que contribuyó a alimentar el culto y el misterio.

gracias a Matt

El hijo del autor, Matt Salinger, ha decidido «levantar un poco el velo» sobre el universo al que su padre decidió dar acceso a solo unos pocos. Casi diez años después de la muerte de Salinger, y en el año de celebración del centenario de su nacimiento, el vástago ha permitido que se exhiban documentos y objetos de valor. Ahí está, por ejemplo, el manuscrito original mecanografiado y con ediciones de El guardián entre el centeno, que se muestra justamente en la página 18, con un párrafo marcado para ser borrado que no llegó al libro. Está la máquina Royal, una de las dos de Salinger, donde «posiblemente» escribió la obra. Se exhibe también el borrador de Franny y Zooey.

Sobre todo, no obstante, Matt Salinger ha llenado ese espacio tan íntimo como revelador con numerosas fotografías, cartas y efectos personales que ayudan a desarticular la imagen huraña y de eremita de su padre. Porque Jerome David Salinger podía ser -y era, sin duda- el hombre que redactaba amenazantes líneas contra quien osaba intentar violar las fronteras que había impuesto, pero también el que respondía a la carta desesperada de un amigo enfermo de párkinson con el envío de 2.900 dólares y una empática misiva («Oh, esta cosa de envejecer. No es divertido») o quien se tomaba el tiempo de contestar a la invitación de unos niños a acudir a su escuela (con un rechazo, sí, pero en una carta llena de dulzura).

Detalle precioso

La muestra permite acercarse al niño neoyorquino y vislumbrar su meticulosidad desde la infancia gracias a un delicado bol de metal que realizó cuando tenía 8 o 9 años y guardó siempre. Permite verlo desarrollando su pasión por la escritura, con detalles preciosos como esa nota que entró por debajo de la puerta de su habitación de adolescente -tecleando constantemente- que decía: «Acepto su relato. Lo considero una obra maestra. El cheque de 1.000 dólares está en el correo», y que, aunque iba firmada por la supuesta editorial Curtis Publishing Co., había escrito su madre.

Se ve a Salinger hacerse soldado y labrar amistades que mantendría toda la vida. Se puedeleer la carta que envió Ernest Heminghway en 1944, donde le decía a su «querido Jerry»: «Eres un escritor rematadamente bueno». Y hay oportunidad también de repasar documentos como uno en el que, ante una decepción, prometió «nunca permitir ninguna otra adaptación» de su trabajo al cine o a las tablas.

En esa sala discreta se descubre también al hermano, al marido, al padre de Matt y Margaret y, vibrantemente, al feliz abuelo. Y uno puede imaginar múltiples momentos de la vida de Salinger en Cornish, en el Nuevo Hampshire rural donde se instaló en 1953 y vivió hasta su muerte. Se exhiben, por ejemplo, recetas de cocina de su puño y letra, su taza de café, el cuchillo de cortar salami que usaba como abrecartas o un proyector de 16 milímetros y varias cintas de vídeo de un ardiente amante del cine.

autores preferidos

En la pequeña galería hay espacio para una estantería de libros que mantenía cerca en su habitación, con volúmenes de Agatha Christie, Chéjov, Arthur Conan Doyle, Iván Turguénev o Penelope Fitzgerald. Y si algo queda patente también es su enorme interés y estudio de textos místicos (cristianos, vedas, judíos, islámicos, budistas... ).

Sin embargo, de lo que no hay ni rastro es de la ingente cantidad de material inédito de un hombre que publicó por última vez ficción en 1965 (Hapworth, 16, 1924 en The New Yorker, cuyo original manuscrito también está en la muestra) pero que siguió escribiendo hasta fallecer en el 2010.