Al coronel no le escribe nadie. Nunca. Ya no escribimos cartas. Llegan las facturas de la luz, del gas. Ni siquiera del teléfono muchas veces: descargue su app. Y, sin embargo, escribir, siempre, es escribir una carta a alguien. Aunque después no la lea. Aunque uno se quede esperando respuestas y tenga que salir a la calle a vender un gallo, ¿alguien querrá a este gallo? ¿servirá para pelear este gallo? ¿cuánto me darán por él? ¿lo revenderán? Y, entonces, ¿qué comemos?

Mierda

Comemos mierda

Siempre se habla de los principios de las novelas: «En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible». O, más corto, mucho más corto, pero igual de bíblico: ‘Llamadme Ismael’». «O ese «Nació con el don de la risa y la certeza de que el mundo estaba loco», o «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos».

Y «Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa». «He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado». Y los que abren todas las puertas: «Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así» y «Todo esto sucedió, más o menos».

Se habla mucho de los inicios, pocas veces de los finales. Y qué final tiene esta obra.

Todo ocurrió así y quise una pensión y hubo pobreza y no sabemos si querrán un gallo de pelea, que todo lo que tenemos para comer se lo lleva el gallo y a ver, señores.

El coronel no tiene quien le escriba. Carlos Saura dirigió a Juan Diego y ahora a Imanol Arias, que parte chorizo de León mientras habla conmigo y lo mastica. Y entonces qué comemos. Y hablamos de criadillas de tierra y de lo mucho que sabe Saura de crear ambientes y de decirle a los actores que hagan lo que quieran, que estén cómodos, siempre dentro de las indicaciones formales. El resultado lo han visto miles de espectadores ya: en Badajoz se representa esta noche en el teatro López de Ayala.

Pero nombrábamos a Carlos Saura, ese que sabe de fotografía, de cine, de teatro, de música.

Ah, la música.

Era Stanley Kubrick el que decía, creo, que para qué iba a contratar a un compositor para sus películas estando por ahí Mozart y Beethoven. Hace un par de días se conmemoraba justo el 250 aniversario del compositor sordo más famoso del mundo, ese hombre sociable que juzgaron antipático porque se frustraba cuando no podía escuchar. La Orquesta de Extremadura realizó un concierto en Badajoz que se repite esta noche en Plasencia y el sábado (mañana) en Villanueva de la Serena.

A Álvaro Albiach le gusta programar obras de compositores centrales que permanecen eclipsadas por sus otras obras, como la Segunda Sinfonía (qué hubiera sido de ella si Beethoven no hubiera compuesto la Tercera, sostiene) y la música incidental de Egmont, una obra para soprano y voz narradora, así que también estarán en el escenario Carmen Solís y Alberto Amarilla, que además ha hecho las veces de dramaturgo.

Beethoven era un cabrón, dice Carmen Solís. A los cantantes les deja muy poco para lucirse y, en lugar de dejar que se luzcan, se lo pone muy difícil. La historia a la que pondrán voz, nos cuentan desde la OEx, es «la de Lamoral, Conde de Egmont, descendiente de una de las familias más ricas de los Países Bajos y primo del rey Felipe II, pero considerado héroe nacional al terminar ajusticiado por oponerse a la política religiosa del rey español en Flandes. Su historia es excusa para representar con misterio, nostalgia, ira, triunfo y alegría, los sufrimientos del pueblo y su lucha contra la opresión, donde, pese a la tragedia del protagonista, no falta un himno al triunfo de la libertad».

Sobre la Segunda (adoramos los giros lingüísticos del XIX), una crónica decía: «La nueva sinfonía de Beethoven es demasiado larga y el empleo exagerado de los instrumentos de viento perjudica muchos pasajes bellos. Juzgamos el final extraño, salvaje. Pero todo ello está impulsado por un generoso espíritu de fuego que da aliento a esta colosal partitura, por la riqueza de nuevas ideas, por sus disposiciones absolutamente originales. Bien puede predecirse que semejante obra ha de perdurar y será siempre escuchada con renovado placer, cuando mil cosas, hoy de moda, habrán sido sepultadas». Y sí, se sigue escuchando aunque no sea la más interpretada.

«A mi edad yo necesito una vida tranquila y estable», decía Beethoven en una de sus cartas. También necesitamos vidas tranquilas y estables: lo de la pandemia está durando ya mucho. Es raro ver a tanta gente con mascarilla tocando: es raro ver al público con mascarilla y es mucho más raro aún que lo hayamos incorporado tanto. Ojalá el año que viene sea mejor. Pero escucharemos a Beethoven, tapados hasta los ojos, pero con las mismas ganas nerviosas por ver un concierto. Qué maravilla que, 250 años después de muerto, sigas siendo faro.