Amo la tumba muerta de mi abuela, / las ruinas vegetales de mi infancia, / la vida aburguesada en los difuntos, / como aman los turistas, / en sus fotografías, las ciudades, / con la certeza de que no hay seísmo / capaz contra la calma que no existe». Son versos de Francisco Najarro, de Zafra, exiliado primero en Santiago de Chile, ahora en Barcelona, editor en la división española de RIL.

«Existen de verdad así. / Testigos de la luz del fondo / no respirable, más atrás / del calor, antes de vivir / miran, conocen a quien cura / sin saberlo la luz. La edad, / todo menos desposesión. / Vuelta. Ni a eso renunciarían».

Esto lo escribió Antonio Méndez Rubio, de Fuente del Arco, profesor en Valencia. Se nos fue también Víctor Martín Iglesias: «Un máster / dos carreras / tres idiomas / cuatro novias / cinco canas / seis trabajos / siete pisos / ocho años / nueve kilos / y algunos gramos después / ni rastro aún de las respuestas». Y Víctor Peña, ahora en Murcia: «Cuando finalmente me case / con la mujer que quiero para hacerla / feliz como ella merece y yo envidio, / prometo elegir bien la fecha, / que no coincida con ningún festi / interesante y que mis amigos / y yo mismo nos quedemos sin excusas / para dar por culo / en cada uno de los brindis y los bailes / sobre lo bien que lo podríamos / estar pasando». Se fueron Gsús Bonilla y José Antonio Llera.

Los hay que se quedaron, como José María Cumbreño, que montó una editorial de poesía para unir dos trozos de tierra separados por un charco: «Cuando hablo con alguien no le miro a los ojos. / Me sé de memoria el nombre de las calles que / llevan a mi casa. / No rompo cosas. / Me cuesta sonreír». Como Carmen Hernández Zurbano («a veces necesito los símbolos / cuando la vida es poco como las luces / que cuelgan / de las ramas tu nombre / ardiendo o la lluvia ligera / sobre los ojos a veces / con la sangre de mi vientre /dibujo el infinito sobre ambos párpados / a cada paso exhalo media vida / me trago otras»). Como Elías Moro: «En la vida de todo hombre hay un poema cualquiera que está escrito para él, que habla de él. Aunque sea en una lengua que ni conoce ni comprende».

Unos fuera y otros dentro, como los músicos que participan en el Día de Extremadura (Luis Pastor, Chloé Bird, Gecko Turner, Gene García, Carliños Masegosa…), después de que se entreguen las correspondientes medallas de la región.

No creo en una región que no premia a Gonzalo Hidalgo Bayal.

Pero sí creo en cierta gente de esta región y no estarán todos los que son, pero de los que no están aquí ya llevo hablando un año semanalmente en este periódico.

Creo en Cristina Silveira y en Denis Rafter cuando dirigen (¿podemos decir que Rafter es extremeño? Rafter es de todas partes: irlandés a la cabeza); en José Vicente Moirón, Ana Trinidad, Pepa Gracia y Esteban García Ballesteros y Alberto Amarilla y José Antonio Lucia y Memé Tabares encima (y detrás) de un escenario; en las obras de Verbo y El Desván y en Diego Ramos haciendo cualquier cosa y en Maltravieso, Guirigai y Karlik abriendo espacios alternativos, dos de ellos en la periferia. También creo en David Garrido programando (salvo cuando le da por las películas religiosas: lo siento, David: tenía que decirlo). Creo en quienes hacen proyectos colaborativos, como la Asociación Cultural y Juvenil Sambrona, el estudio de urbanismo y arquitectura cAnicca, los de la Asociación Imago Bubo o los de Underground Arqueología, que trabajan, muchas veces, en precario pero con muchas ganas. Creo en José Hinojosa y en muchos historiadores que sacan a la luz lo que todavía levanta ampollas si se dice, aunque se diga de manera científica y con los documentos en la mano. Creo en Alejandro y Álex Pachón y Rubén Barbosa. En Javier Pizarro recomendando literatura infantil y juvenil. En Pablo Cantero dirigiendo un festival decCine y al frente del Colegio de Terapeutas Ocupacionales (a mí me gustaría ser un día la mitad de lo útil y transformador social que es este señor). En los libros de las editoriales extremeñas y en Álvaro Albiach programando la temporada de la Orquesta de Extremadura. Admiro profundamente a Javier González Pereira, que preside la Sociedad Filarmónica de Badajoz y a Carmen Franco, una alcaldesa que montó en Nogales un Festival de Música Antigua. Con un par.

Podría pasarme horas viendo un mural de Brea o de Ben Tocha y una danza de Carlos Rodríguez y adoro hablar de cine con Emilio Luna, Ángel Briz y Antonio Gil Aparicio y de teatro con Nuqui Fernández y con Eva Romero y de música contemporánea con Roberto Maqueda y de filosofía con David Domínguez Manzano y de mitos y leyendas y antropología con Israel J. Espino y con María José Garrido.

Podría seguir diciendo nombres y más nombres, de gente que hace región aquí y allá donde vivan. Al final, uno tiene por patria el idioma, los amigos (entre ellos, sí, muchos periodistas) y ciertos paisajes. La mía es un teatro que se construyó hace más de dos mil años.

Pero, repito, sigo sin creer en una comunidad que no premia a Gonzalo Hidalgo Bayal.