Merecería ser el decimoquinto capítulo que Stefan Zweig no incluyó en sus Momentos estelares de la humanidad. La acción transcurre en una colina cercana a Nápoles a mediados del siglo XVIII. Un grupo de obreros retira piedra lávica y cenizas. Es una misión arqueológica impulsada por Carlos III, rey entonces de Nápoles y Sicilia. De repente, aparece no solo la arquitectura de una ciudad sepultada por una erupción del Vesubio del año 79 de nuestra era, la Pompeya de Plinio el Joven, sino, para rubor general, un lugar que era obvio que no había conocido el pecado original, donde «el falo era un elemento básico de la decoración hogareña». La historia de aquel excepcional hallazgo arqueológico retrata a Occidente. Siglos de represión eclesiástica dejaron sin defensas intelectuales a quienes dirigían aquella excavación. Las piezas más perturbadoras fueron confinadas en el llamado Gabinete Secreto, un lugar inaccesible durante el siglo XIX, salvo que se fuera adulto y se dispusiera de un permiso ministerial. «Las mujeres tuvieron prohibido el acceso al Gabinete Secreto hasta la década de 1980».

Los entrecomillados del párrafo anterior son de Catherine Nixey, autora de un libro brillante, La edad de la penumbra (Taurus), obra de la que no leerán nada los suscriptores de alguna prensa muy conservadora española, que parece que la semana pasada solicitaron alegremente una entrevista con esta licenciada en Historia Clásica de Cambridge pero que en el último minuto la anularon cuando, quizá, leyeron las primeras páginas.

PUNTO DE PARTIDA / A Pompeya, en honor a la verdad, Nixey le dedica solo un fragmento de un capítulo, pero es un buen punto de partida para situar este desafiante ensayo, un relato sobre cómo de forma premeditada y sistemática el cristianismo borró de la faz de la Tierra más del 90% de los textos filosóficos y científicos de la Grecia clásica y de su posterior franquicia romana.

«Durante siglos, la Europa cristiana había ocultado cuidadosamente la sexualidad en el mundo clásico con tanta efectividad como un Vesubio. De repente, un mundo no tocado por la mano del cristianismo salía a la luz», explica Nixey. A su manera, la autora invita a revisitar aquel yacimiento, no solo como una oportunidad de observar a través de una mirilla de una puerta del tiempo cómo era aquella sociedad romana, sino también como una ocasión única para vislumbrar lo que han representado siglos de intolerancia intelectual cristiana. «Pompeya fue sepultada dos veces: una por el Vesubio y otra por la cultura cristiana».

CELSO, EL FILÓSOFO FEROZ / Lo dicho, La edad de la penumbra es solo brevemente una aproximación a Pompeya. Es mucho más. Es un pormenorizado análisis de cómo y por qué se destruyó todo el saber clásico y cómo, por culpa de ello, el reloj de la ciencia se detuvo durante siglos y el de la filosofía tomó un camino carente de algo tan esencial como el espíritu crítico.

Un buen ejemplo es Celso. ¿No les suena? Nadie debería avergonzarse por ello. De Celso no se sabe ni su nombre completo. No se conservan sus obras. Se sabe, eso sí, que fue el primer martillo del cristianismo, un Christopher Hitchens con toga, un intelectual del año 170 d. C. Estudió con atención los textos cristianos, pues ya era una religión pujante, y, solo entonces, tras conocerlos a fondo, abordó una crítica feroz, muy moderna incluso hoy. Planteó que el virginal embarazo de María debe tener explicaciones más factibles, como un adulterio, que no una contravención de las leyes de la naturaleza. Ridiculizó la promesa de la resurrección de los muertos. Se preguntó, como salta a la vista, si el Nuevo Testamento no es una enmienda a la totalidad del Viejo Testamento. Se sorprendió de que el dios cristiano hubiera sido tan perezoso a la hora de salvar el alma de hombres y mujeres, es decir, que todos los nacidos durante miles de años antes de Jesús estuvieran condenados por falta de bautismo. Pero de las reflexiones de Celso nada se conserva hoy. Su pensamiento fue destruido concienzudamente. Quemado, como el 90% de textos clásicos.

HIPATIA, LA ACADEMIA... / ¿Cómo se sabe, pues, de Celso? Pues por una curiosa versión de lo que hoy se conoce como el efecto Streisand, cuando, por no querer que se popularice algo, se habla de ello y se logra el efecto contrario. Cometió ese error Orígenes, un erudito tal vez algo eclipsado por santo Tomás y san Agustín, pero pese a ello uno de los tres pilares de la teología cristiana. Se empecinó en desacreditar a Celso, tarea en la que era imprescindible presentar primero sus heréticas afirmaciones. Por eso se conocen. Gracias a Orígenes, su detractor.

«A los romanos más educados y cultos les sorprendía enormemente este dios tan represivo y tan obsesivo, como si fuera un dictador moderno. No podían entender por qué a ese dios le preocupaba tanto la cotidianidad de su pueblo. Es un dios, es omnipresente y todopoderoso, ¿qué hace fisgando lo que hago en mi cocina o mi dormitorio? ¿No tiene nada mejor que hacer?», resume Nixey sobre la sorpresa que causó el cristianismo en Roma.

Menos suerte que Celso tuvo Demócrito, el atomista por excelencia, del que se conserva una lista imparcial de sus títulos, pero no sus obras. Nixey recurre a un físico teórico actual, Carlo Rovelli, para parafrasear qué supu-

so la desaparición de todos aquellos trabajos de estudio y análisis. «Es la mayor tragedia intelectual resultante del colapso de la vieja civilización clásica». A la lista de despropósitos habría que sumar el asesinato de Hipatia, el cierre de la Academia filosófica de Atenas, la destrucción sistemática de la Biblioteca de Alejandría…

Para Nixey, en cierto modo, escribir La edad de la penumbra ha tenido algo de exorcismo personal. «Una de las ideas que siempre me habían trasmitido mis padres cuando era niña es que la Iglesia católica había sido la garante y protectora del saber y la educación clásicos. Me inculcaron la imagen retratada por Umberto Eco de los monjes intelectuales que amaban y defendían la literatura y la cultura. Recuerdo esa frase que aparece en boca de uno de los personajes de El nombre de la rosa: ‘Un monasterio sin libros era como un prado sin flores’. Yo tenía completamente arraigada la creencia de que la Iglesia católica había salvado y conservado el saber clásico».

Fue ya de adulta, como estudiante en Cambridge y con un texto de Aristóteles como lectura entre manos, cuando comprendió que algo no encajaba. «Me hizo comprender que el espíritu crítico del mundo clásico nunca podría haber convivido con el mundo intelectual cristiano de la manera que me habían contado». Esta fue una guerra de concepciones del mundo en la que no se iban a hacer prisioneros. El cristianismo, según Catherine Nixey, redefinió el concepto de intolerancia.

UNA RELIGIÓN SIN HUMOR / «En el Imperio Romano hubo momentos de intolerancia religiosa, por supuesto, pero el hecho diferencial está en que la cristiandad llevó esa intolerancia a un nivel que no se había visto antes y del que el mundo aún no se ha recuperado», sostiene la autora. «Por primera vez en la historia la forma en que nos definimos como seres humanos [hombre, mujer, griego, romano, hombre libre, esclavo…] fue por si éramos o no cristianos. Todo se reducía a esa dualidad. Y muy pronto todo aquello que no fuera definido como cristiano se convirtió en inaceptable». Es más, tal y como subraya Nixey, venció en ese pulso una religión que culturalmente no mostraba ni un gramo de sentido del humor y sí, por el contrario, una sospechosa afición por el martirologio y por la incultura.

En otros tiempos, La edad de la penumbra habría ido de cabeza al índice de libros prohibidos de la Iglesia. ¿Es consciente de ello Nixey? Sí. «Sería un honor. Así como la mejor librería de música la tiene el demonio, el Index Librorum Prohibitorum tiene los mejores libros. Con gusto me sumaría a Ian Gibbon en ese catálogo».