En 'El olvido que seremos' (2007) Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) se entregó en cuerpo y alma a reconocerse en el momento más trágico de su vida: el asesinato callejero de su padre que sacudió todos los resortes de su existencia. Aquel era un libro testimonial, plagado de memoria y de nostalgia. Si se quiere, una suerte de biografía afectiva del padre perdido para siempre y recuperado eternamente en la bruma de unos recuerdos puestos en negro sobre blanco.

Ahora Abad Faciolince entrega otra tumba abierta en forma de unos diarios decididamente personales que, leídos de un solo golpe, ofrecen la imagen nada condescendiente de un escritor consigo mismo que ha sabido exponerse desde todos los ángulos posibles.

Iniciados en 1985 y concluidos en 2006 aquí cabe todo: la vida amorosa, la vida sexual, la vida plagada de infidelidades y traiciones mutuas, la vida académica, el amor a sus dos hijos, la vida periodística, la vida de los amigos, la difícil vida económica, la vida viajera, la vida política o la lucha denodada del escritor frente a su obra. Unos diarios “testimonio de un hombre inmaduro y enamoradizo” y que “se nutren de la parte más oscura de mi mente y de mi existencia” tal y como declara Abad Faciolince en el prólogo. En más de una ocasión aparece la voluntad a lo Melville de renunciar a la escritura (“Este es el diario de una persona que escribe que ha resuelto no escribir nada.”); en otras, la certeza de que es un escritor sin futuro: “No sé si seré capaz, de qué seré capaz. No hay un fondo de mí lleno de nada, tal vez estoy vacío, inexorablemente. Soy un hueco coco, donde resuena el eco de un vacío sin voz, el eco de una sombra.” En más de un sentido, la voluntad férrea de mantener viva en la escritura la imagen del padre muerto como en el discurso que pronunció ante el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos transcrito el 11 de diciembre de 1987 en este diario y que constituye un ejercicio de dignidad personal y colectiva asombroso o como en el durísimo y helador alegato que escribió cuando encontraron “la calavera y los huesos de Carlos Castaño… uno de los probables asesinos de mi papá.”

Es este un libro que mitiga la alegría y se lanza abiertamente hacia la crudeza de “lo oscuro y lo sórdido, lo violento. A buen seguro también el diario como ese dejar constancia de cómo las mujeres (y especialmente el sexo) han sido el centro de muchas de sus decisiones cotidianas, decisivas en algunas ocasiones, banales en otras y que Abad Faciolince lo sintetiza así: “me siento vivido por las mujeres.”

Dejar expuesto de una manera tan evidente el propio yo ante la lectura de los otros no ha debido ser una tarea fácil. Publicar ese yo, menos. Como tampoco el hecho de crear un relato que el lector al concluir las más de seiscientas páginas percibe ya no sólo como instantes, sino como un todo unitario porque se ha asistido a la configuración de un “rostro. Los instantes de un diario no tienen el propósito de dibujar el rostro del diarista, aunque acaso acaben por ser eso, involuntariamente.”