No era esta la noticia que esperábamos. Iba tocando ya novela nueva, después de cuatro años de ‘Esa puta tan distinguida’, pero no la habrá, o no al menos con Marsé para arroparla. El creador del territorio mítico del Carmel y el Guinardó ha sido el cronista más fidedigno y piadoso de los vencidos, de quienes nunca tuvieron más opción que la derrota dentro de la derrota, la de sus sueños dentro de su proscripción de los paraísos terrenales. A Juan Marsé la cochambre moral y material de la posguerra lo convirtió en testigo de lo mejor y lo peor de la condición humana, mientras que la soledad de los libros y la sala de cine (el Roxy, el Delicias, el Rovira…) le mostró el camino para dar forma narrativa a ese testimonio, con ternura y descarnamiento, con mordacidad y compasión, fingiendo veracidad o abriendo los brazos a la fantasía.

De Marsé se ha dicho que es un novelista pura sangre, un narrador nato, un brillante contador de historias trufadas de verdades y patrañas, como hacen sus chavales contándose aventis, e incluso que su genio narrativo era espontáneo o natural, lo que es un manifiesto error si con ello se pretende atenuar lo que sus relatos tenían de construcción denodada y de esfuerzo técnico. A Marsé le apasionó el misterioso bucle que conecta la experiencia con la escritura, la espiral que transforma la Historia en Novela, un extraño pasadizo entre dos dimensiones (la de lo sucedido y la de lo fabulado) por el que transitó su vocación y del que hizo residencia fija. En ese ir y venir de la indigencia de la realidad a la plenitud de la ficción, definió su «actividad real» en un célebre autorretrato de 1975: «Matar el tiempo y el espacio con espejismos que reflejen el rojo sol de la verdad». Su propósito último: ser fiel al resplandor solar de la verdad; su medio: crear espejismos que sustituyan con ventaja el tiempo y el espacio en que nos movemos.

En los últimos años volvió al origen de esa vocación (o destino) que encuentra en el espejismo literario (lo que parece y no es) la imagen más cristalina de una verdad que a veces está empañada por la gesticulación de la realidad inmediata. Volvió, en ‘Caligrafía de los sueños’ y el cuento ‘Noticias felices en aviones de papel’, a sus 15 años, a las tapias y desmontes de la infancia, a la época en que la toxicidad de la sociedad franquista debía ser contrarrestada con un consumo inmoderado de ficción. Se recordó a sí mismo, bajo el nombre de Mingo o de Bruno, ante criaturas destruidas como la señora Mir, aplastada por sus sueños rotos, o la señora, que echaba a volar las noticias felices, y recreó la génesis de su aprendizaje de escritor: solo en la literatura es posible preservar la esencia del momento, del mismo modo que las nieves del Kilimanjaro han conservado el esqueleto de un leopardo. Esa imagen de Hemingway, tan poderosa, acompañó a Marsé. Ahora su obra conforma la limpia osamenta de medio siglo de menesterosa vida colectiva, la estructura interna de un modo de ser del que Marsé fue un crítico implacable y de unas maneras de vivir ante las que se mostró tan sarcástico como piadoso. Esa obra solo está al alcance de los más grandes.

*Catedrático de Literatura Española y Literatura Hispanoamerica