Leo un sinfín de artículos sobre los cuidados y la feminización de los cuidados, un campo del que se cuenta que Carol Gilligan, que fue la primera profesora de Estudios de Género en Harvard, contrapuso a la ética de la justicia de la que habló Lawrence Kohlberg en sus teorías sobre el desarrollo moral y que, según muchos (pero no todos) solo se puede aplicar a los varones de las sociedades tecnologizadas, porque lo cierto es que las mujeres de todas las culturas del mundo se han dedicado siempre a cuidar. En algunas, los hombres son también amorosos, pero desconocemos si existe algún reducto sobre la tierra en donde las mujeres no cuiden y esa labor recaiga en los machos. Sí existen culturas donde tanto los hombres como las mujeres cuidan poco de los demás y en ellas, me cuenta la antropóloga María José Garrido, existe mucha más violencia: el amor, los abrazos, los besos, las caricias, parecen ser un antídoto contra la agresividad.

Hablo con ella y le pregunto. En febrero, iremos juntas a Centrifugados, a escuchar poesía y a hablar con autores y a pasear por Plasencia, junto a Pablo Cantero, que en estas líneas siempre ha aparecido como director del FanCineGay Extremadura, pero que se gana la vida como terapeuta ocupacional y que también investiga y escribe sobre los cuidados, como ella. Una tiene que saber rodearse de gente así. Gente con la que ver un concierto de Xoel López, bailar a George Michael, reírse de los cantautores torcidos y que te ponga en las manos unos cuantos cómics y unos cuantos libros y que, además y sobre todo, te abrace fuerte y con amor.

Mi siguiente afirmación no forma parte de ninguna investigación oficial, pero creo que la mayoría de la gente en la sociedad occidental, así, en general y a bocajarro, se ha olvidado de cómo ser tocada sin que medie ningún acercamiento sexual. Que luego así les va en el sexo, tan ortopédicos ellos todos, pero esto es desviarse mucho del tema, porque yo venía a hablar de que se acaba el año y de que el año que viene lo mismo podría estar bien subvertir un poco el capitalismo cuidándonos todos algo más: sí, los cuidados son un arma de resistencia política y no creo que haga falta explicar eso a estas alturas. También podrían ser (si los periodistas nos dedicáramos a las esferas que parecen privadas y las transformáramos en públicas) una manera de visibilización de otra manera de construir las relaciones.

Compartir tiempo y caricias y miradas. Con un café delante o después de una cena o sentados en el sofá o, también y sobre todo, en conciertos, durante una película, en recitales de poesía, en galerías de arte, en museos, en esos espacios públicos tan desaprovechados para la cultura (deberían okuparse más) y en teatros, bares, palacios, termas y óperas.

Hace unos veinte años, yo escuchaba a dos amigos, a David Eloy Rodríguez y a José María Gómez Valero, recitándome poemas de sus primeros libros mientras los otros amigos me abrazaban la cintura por detrás. Nos los sabíamos de memoria: podría escribir ahora mismo, sin mirar, Apuntes en el margen de un guion o Adictos (tanta palabra que no sirve / salvo para que me veas / con los dedos manchados de tinta y de ilusiones) o El loco (Mostró a los ancianos / su ropa empapada / su pelo mojado, / sus manos llenas de barro. / La lluvia no llegará, le dijeron / tú sabes que la lluvia no llegará). Escribir, como dijo Josemari, para sentirnos menos lejos. Para sabernos menos lejos, añado, para sabernos mejor, afirma él, para buscar ciertas redenciones, para recordar la luz caída de un rayo de sol de mayo de Sevilla sobre un vestido que me prestaron, la guitarra de Iván Mariscal, la barba exacta de Pedro del Pozo, el Granada, fin de siglo, compañera, de Luis Melgarejo (salúdame a la gente que te quiere / por esas otras calles de mi vida), el momento en que le dije a David que cierto último verso merecía ser dicho en voz alta de otro modo.

Luego he ido a recitales más fríos: un asiento y otro y otro más, todos mudos, todos escuchando atentamente, nada de mover los labios ninguno porque conocían los poemas y, desde luego, nada de abrazos. Que tampoco digo yo que tengamos que estar como unos groupies en un concierto de rock, pero oigan, conozco pocos actos más íntimos que una lectura: ya podíamos hacerles honor tocándonos algo más, entusiasmándonos algo más. Recuerdo a Rocío Cerón con su calavera y sus vídeos y a una decena de niños pequeños que de pronto aparecieron por detrás de los asientos y se fueron colocando lentamente y en silencio en las primeras filas, mirándola asombrados aunque no se enteraran de nada.

Podríamos escucharlo todo como si fueran primeras veces. Con el asombro y la zozobra que marcan siempre todos los comienzos. Con elegir un sitio al lado de un amigo (de Pablo, de David) para poder mirarlos cuando digan algo en lo que te/les reconozcas. Con esa comunión que solo llega cuando se comparten ciertos momentos, con palabras de otros que puedan, o no, explicarte.

El primer concierto del año también llega con abrazos.