Nunca una muerte iluminó tanto una trayectoria artística. El suicidio de la poeta norteamericana Sylvia Plath (Boston, 1932 -Londres, 1963) fue construido por ella con la misma minuciosidad y esfuerzo con el que abordaba sus obras, como se escribe en un último y desgarrado poema. Los detalles son conocidos. En 1963, separada traumáticamente de su marido, el brillante poeta británico Ted Hughes, decidió meter la cabeza en el horno (una muerte doméstica, al fin) mientras sus hijos, los pequeños Nicholas y Frieda, dormían plácidamente. Fue el colofón de una vida marcada por la depresión, la autoexigencia y la valentía y el disparadero de una leyenda que años después, con el auge del movimiento feminista, convertiría a Plath en una mártir de la causa y a su marido en un Belzebú de esa vindicación. Dos arquetipos que poco tienen que ver con la realidad.

El 'odiado' viudo quedó como albacea de los poemas inéditos de Plath. Suya fue la edición de 'Ariel' que la consagró 'postmorten' como gran poeta y también el encargado de la publicación de una de sus obras magnas, sus 'Diarios', que se publicaron en dos versiones. Una en 1982 (traducida en España una década más tarde) que cubría los años 1950 - 1957 y otra y definitiva en el 2000, después de que Hughes, poco antes de su muerte en 1998, decidiera abrir los sellos de un cuaderno maldito que abarcaba desde agosto de 1957 hasta noviembre de 1959 y que él mismo cerró en el pasado. A esos textos hay que añadir otra entrega datada entre 1960 a 1962.

Estos 'Diarios completos', que aparecen ahora en castellano en una bella y cuidada edición de Alba, suponen una ampliación en dos terceras partes del total de los textos diarísticos ya conocidos. La edición española a cargo de Juan Antonio Montiel y de la traductora Elisenda Julibert, se basa en buena medida en la trascripción original que Karen V Kukil hizo de los cuadernos y de páginas sueltas depositadas en la Biblioteca del Smith College, pero se ha alejado de la presentación más académica de la versión americana.

"Me gustaría pensar que esta edición falta en inglés -asegura Montiel- porque está dirigida al lector común y corriente y puede leerse como la autobiografía que Plath nunca escribió”. Los textos están ordenados con criterios cronológicos, con numerosas notas a pie de página en los pasajes más oscuros, un censo de personas mencionadas y diversas explicaciones que salvan los silencios de las temporadas en las que Plath no escribía.

Una de las dificultades mayores de los 'Diarios' para su traductora es dar con el 'registro’, "una voz que sea adecuada a esa escritura desigual de los diarios, en ocasiones muy apresurada pero en otras más elaborada, puesto que Plath usaba los diarios para ensayar su voz literaria o esbozar pasajes de cuentos, novelas y poemas, así como anotas simples ideas con el simple propósito de no olvidarlas".

Y aunque la promesa de esta última edición es presentar los 'Diarios completos', va a ser difícil cumplirla. Plath siguió escribiéndolos hasta tres días antes de su muerte, pero ya no los podremos leer esos cuadernos finales. Hughes constató que uno de ellos había desaparecido - “y todavía puede, presumiblemente, reaparecer”, escribió- y no ocultó haber destruido el último, cebo para morbosos, en el que Plath, analítica como solía ser, tenía forzosamente que diseccionar el ánimo que la llevó a la decisión final. “Lo destruí porque no quería que nuestros hijos tuvieran que leerlo (en aquella época yo consideraba el olvido como parte esencial de la supervivencia)”, explicó el controvertido viudo.

Cuesta trabajo encontrar unos diarios tan impúdicos, que exploren con tanta frialdad y una cierta saña la turbulenta personalidad de su autora. Muy pocos autores hombres se han atrevido a desmontarse en piezas con la frialdad con la que lo hace Plath. “Por eso no aplaudo pero sí comprendo la destrucción de ese cuaderno y el hecho de que Hughes quisiera preservar a sus hijos, a su suegra y a los amigos de la luz desgarradora que ofrece lo que conocemos ahora. Quizá no la trató como a una gran poeta sino como a su esposa y hay que situar esta decisión en el contexto de los años 60 porque el suicidio [más tarde otra de las parejas de Hughes también se suicidó] es algo terrible y el fantasma de Plath se agitaba con mucha crueldad y él siempre vivió bajo esa sombra”, valora Montiel.

UNA MUJER COMO CUALQUIER OTRA

Pero en un diario que abarca más de 800 páginas la perspectiva es más amplia y compleja. Montiel ve en el libro la imagen de una pareja mucho más equilibrada de lo que se ha trasmitido habitualmente. “Sylvia Plath no se muestra aquí como la víctima de nadie. Es una mujer como cualquier otra, quizá un poco más temperamental aunque en determinados momentos suelte algún exabrupto que ni siquiera pensaba realmente”. Elisenda Julibert abunda en esa ‘normalidad’; siente que la traducción del libro ha cambiado su percepción de la autora que previamente se basaba solo en la lectura de su poesía que le ofrecía una imagen más "tremenda". Ante todo, destaca su valentía (que su suicidio parecería desmentir) y que confirma “el modo en que vivió las relaciones de afecto con hombres, orientó su carrera de escritora y emigró a Inglaterra”. También destaca, cosa rara, su sentido del humor, “su capacidad para distanciarse de los dramas y mofarse un poco de sí misma”.

Otra forma de leer este libro es a modo de novela de formación puesto que se inicia cuando la autora era muy joven, apenas 18 años, y ya se percibe claramente en él la voluntad de convertirse en escritora. Además se incluyen en esta edición algunos poemas juveniles, no excesivamente logrados, pero sí muy interesantes por sus precoces preocupaciones.“Es fácil pensar que el motor de un escritor es la vocación pero también se necesita una voluntad -dice Montiel- y la suya era absolutamente fiera. Ella no es como Emily Dickinson, una solitaria que escribía sin pensar en el prestigio. Plath es una escritora de carrera que quiere ser leida”. Esto escribe con 21 años: “Ganar cien dólares por escribir un cuento y no creer que soy yo quien lo escribió; saber que otras chicas leen mi biografía en 'Seventeen' [una revista] y me envidian como una de las pocas afortunadas igual que yo envidié a otras hace dos años".

Pero no era fácil vivir en la contradicción que se autoimpuso. Compaginar una rigurosa vocación como autora y a la vez mostrarse como una entregada y perfecta ama de casa, a la manera que se estilaba en los 50, preocupada a la vez por encajar en un modelo establecido con un perfecto aspecto físico, el cuidado escrupuloso de los niños, la cocina. Plath se levantaba para escribir a las 5 de la mañana, antes de que los pequeños despertasen.

BUENA Y MALÉVOLA

Entre las rendijas de esas contradicciones surgen los demonios de la poeta que se revelan con una mayor virulencia en los cuadernos inéditos en castellano hasta el momento. Corresponden a la etapa en la que el matrimonio vivió en Estados Unidos. Más tarde regresarían a Londres, donde se concretaría su desamor. En esa estancia americana, la escritora, que ya había intentado suicidarse en 1953 y fantaseaba con esa idea, retomó el psiconálisis con la doctora Ruth Beuscher. Fruto de esa terapia emergen monstruos escondidos. La terapeuta le dice: “Te doy permiso para odiar a tu madre” y ella, aliviada, se lanza a explorar esos sentimientos, sin mordaza.

Buena y malévola a la vez. Generosa y cruel. Plath no tiene una sola cara sino muchas. Es interesante enfrentar estas confesiones descarnadas a las hermosas y mucho más blancas cartas que envió a su madre, Aurelia Plath, y que esta se encargó de publicar tras su muerte. Aurelia nunca llegó a leer las páginas confesionales porque Hughes decidió que solo podrían hacerse públicas tras su muerte. Allí está el conflicto con la madre y, sobre todo, con el padre -“un ogro”- que murió cuando ella tenía ocho años, justo la edad en la que empezó a escribir. “Mi madre mató al único hombre que me habría querido toda la vida: un día llegó con lágrimas dignas y me dijo que mi padre se había ido para siempre. Por eso la odio”, dice. Por eso, por esa honestidad brutal consigo misma, por no hacerse trampas , y por poner su identidad en la sala de disección, los lectores y lectoras siguen amando a Plath.