Las adaptaciones cinematográficas deben ser juzgadas en sus propios términos, sin que importe el pedigrí literario de sus fuentes. El cine es un medio visual. Sin embargo las comparaciones son inevitables si la fuente en cuestión es una novela tan celebrada como El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, retrato de un amor perdido, recuperado y vuelto a perder y, sobre todo, crónica de cómo la obsesión de un hombre por recuperar el pasado destruye su presente y, sobre todo cómo el sueño americano, tal y como fue una vez soñado, resultó ser imposible.

Son necesarias no pocas dosis de audacia chulesca para aproximarse a la que quizá sea la obra cumbre de la literatura norteamericana del siglo XX y pensar: "Lo que esta historia necesita es 3D". Pero así es el director Baz Luhrmann, cuya nueva película, casualmente llamada El gran Gatsby , se encargó ayer de inaugurar el Festival de Cannes. Después de todo, fue él quien arrastró a los amantes malditos de Shakespeare a una odisea de balas y ritmos videocliperos en Romeo + Julieta (1996), y quien convirtió la Belle Epoque parisina en un greatest hits de la música pop en Moulin Rouge (2001). El australiano, de hecho, ya demostró en Australia (2008) que, cuando se modera, pierde interés.

Quizá por eso, su nueva película es una carta de amor al exceso y la sobreproducción. La cámara amplifica cada momento hasta el límite de la credulidad a través de zums nerviosos, flashbacks de color sepia, pantallas partidas, escenas de multitudes marcadas por incesantes rotaciones y composiciones tan cuidadosamente planificadas como las de Eisenstein.

En ese sentido, El gran Gatsby es menos una versión fílmica de la novela homónima que una versión fílmica del mismo Jay Gatsby, y por tanto carente de más clase o gusto que los que el dinero puede comprar. Luhrmann lanza dólares sobre la pantalla de una manera completamente gatsbiana para, eso sí, alertar contra los peligros de tanto derroche.

Buena parte del mérito del filme la merece su protagonista, Leonardo DiCaprio, que se esconde tras una sonrisa diseñada para sugerir el dominio absoluto y que deja que esa sonrisa se escurra cuando cree que nadie está mirando. El actor atrapa las contradicciones y complejidades de aquel hombre ---encantador, divertido, sombrío, patético, inseguro, naíf y aterrador, todo a la vez--, y hace que su tragedia luzca genuina.