No hay quien pueda con Morrissey, y quienes le han retirado el saludo por sus estridencias verbales no podrán evitar que, mal que les pese, sea capaz de facturar a estas alturas un álbum tan notable como este I am not a dog on a chain. Disco con el que saca pecho, desafiando a haters (los que odian) e insinuando, con su simpatía habitual, que está rodeado de pusilánimes: «No soy un perro atado a la cadena, uso mi cerebro», presume en el tema titular, en el que se acoge a la idea de que quien pega primero, pega dos veces. «No le veo la gracia a ser simpático», remata en el estribillo sin pestañear.

Difícilmente podía Morrissey imaginarse que su nuevo disco, ya a la venta, se encontraría con un paisaje tan extremo, con los ciudadanos, también en su orgulloso país, el Reino Unido pos-brexit, afectados por un pánico global y forzados a buscar seguridad en sus hogares. I am not a dog on a chain es el puñetazo sobre la mesa de un artista que predica el rechazo a los miedos y que canta con el viento en contra, creciéndose ante las miradas de desaprobación y hablando sin tapujos desde la primera pieza, Jim Jim falls: «Si quieres saltar, salta / No lo pienses dos veces», invita sobre un ritmo musculoso. «Si te vas a ir corriendo a casa a llorar / no me hagas perder el tiempo / Si te vas a suicidar luego / para salvar la cara / Adelante con ello».

SUBSUELO CIBERNÉTICO / Solo 10 meses después de entregar California son disco de versiones, Morrissey se crece respecto a obras anteriores manejando un cancionero de mercurio y trazo severo, que conjuga canónicas derivas majestuosas e incursiones enrarecidas, y que redobla el factor electrónico: las tramas de sintetizador de Love is on its way out y Once I saw the river clean, que acercan las canciones a un disco-rock de ecos germánicos. La canción titular, donde le imaginamos cantando en modo rabioso, cerrando los puños a medida que alza el tono, puede optar a plaza en un futuro greatest hits, y Knockabout world le va a la zaga con su melodrama seco y sus arreglos de cuerda.

Hay giros sorprendentes, como Bobby, don’t you think they know, cita con la venerable Thelma Houston, larga y serpenteante, con un toque art-rock a base de saxo insano y órgano de plomo.

En el tramo final, no podemos evitar arquear las cejas con el número de cabaret de aires distópicos The truth about Ruth. Y acto seguido, con los casi ocho minutos de The secret of music, pieza de andares siniestros que acerca a Morrissey a un Scott Walker maduro y en la que traza paralelismos entre su estado emocional y el timbre de los instrumentos, aventurando el sentido de la música y viniéndonos a decir que ni mucho menos está todo dicho en su largamente tambaleante arte de la canción.