Toda la obra de Almodóvar está atravesada por fragmentos de sí mismo, pero en esta ocasión el director ha querido desnudarse por completo y ofrecer una pieza confesional, casi hablada en primera persona en la que se funde de manera armoniosa la imaginación y las vivencias personales, la ficción y la realidad, lo soñado y lo experimentado. El director emplea flashbacks que nos remiten a su infancia, expone un monólogo a modo de exorcismo y se reencuentra con los fantasmas de su pasado. También habla del cine. Del cine como condena, pero a su vez como refugio y, en última instancia, como única tabla de salvación. Podríamos considerarla su Ocho y medio, su Fresas salvajes. Fellini y Bergman pululan como referentes, pero la impronta y la personalidad artística de Almodóvar lo impregna todo. Una película de síntesis de toda su carrera en la que se evidencia que el cine para el director se ha fusionado con su vida hasta tal punto que resulta imposible saber dónde empieza una cosa y termina la otra. Banderas en este caso se convierte en su alter ego. La crítica y los premios la han acogido con los brazos abiertos (más a Banderas), sobre todo la crítica. Es una de las más nominadas a los Goya y opta también a los Oscar.