Anda ahora por Extremadura, más concretamente por Hoyos y la hermosa Sierra de Gata, el escritor Eduardo Moga, quien durante una etapa tan breve como brillante fue director de la Editora Regional de Extremadura y el Plan de Fomento de la Lectura. Desde mucho antes, Moga ha tenido una estrecha vinculación con nuestra región, por las raíces familiares de su esposa, y, cual ave migratoria, regresa cada año.

Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es quizás el poeta catalán vivo con una obra más importante en castellano, pero tiene también otras facetas: traductor de poesía, crítico y autor de diarios y crónicas de viajes, es raro el año en que no publica al menos un par de libros, a veces muchos más. No es raro que algún amigo lo llame «Eduardo Mega» (como a Max Aub lo llamaban «Max Aún»), pero ser prolífico no es un defecto cuando se consigue mantener siempre el listón alto. Lope de Vega escribió más de mil obras, y en su época, decir «es de Lope» era garantía de calidad. Pues bien, si «es de Moga» también lo es, aunque a sus lectores a veces no dé tiempo a asimilar toda su producción.

Los dos últimos libros suyos que me llegaron no podían ser más diferentes. El primero, El sonido absoluto. Un análisis de Cortejo y Epinicio, de David Rosenmann-Taub (RIL Editores), es un concienzudo ensayo de la obra más importante de un poeta chileno, de orígenes judío-polacos, por el cual el autor barcelonés ha sentido siempre devoción. Rosenmann-Taub, que tiene 92 años, empezó a escribir Cortejo y Epinicio con apenas veinte. Obra de gran ambición, en sus cuatro volúmenes (El zócalo, El mensajero, La opción y La noche antes) refleja las cuatro estaciones del año y las cuatro edades del hombre, y es «un relato de estar en el mundo», eso sí, visto desde una multitud de perspectivas y con una complejidad como rara vez se ha logrado en poesía. Como Walt Whitman, otro poeta al que Eduardo Moga ha dedicado especial atención, traduciendo su inmenso libro Hojas de hierba, la obra del chileno pretende abarcarlo todo, desde la infancia y la familia al erotismo y el sexo, desde el humor a la muerte. No es de extrañar la afinidad que el poeta crítico siente hacia el poeta analizado, dada también su ambición de poetizar todo, de lo trágico a lo ridículo, especialmente lograda en poemarios como Insumisión (2013), finalista del Premio Nacional de Poesía.

El segundo libro, publicado por Trea, lleva como título nada menos que Mi padre, y es de difícil caracterización. Aunque incluido en una colección de poesía, se trata de notas que Moga rescató del recuerdo de su padre, fallecido hace casi treinta años. Ya el epígrafe que antecede el texto, sacado de la Carta al padre de Franz Kafka, nos hace intuir que la relación entre ambos no fue nada fácil. A lo largo de esas instantáneas (que casi nunca superan las cinco o seis líneas) se van dibujando las coincidencias y, sobre todo, las diferencias del poeta con su padre y se va trazando el retrato de un hombre poco afortunado, que pasó por varios trabajos (desde papelerías a instalación de antenas), estuvo en paro varios años y se prejubiló para morir poco después, y que frente a su hijo mostró un carácter autoritario, aunque también momentos de ternura. Cierto que la ternura es lo que quizás se echa en falta a ratos en estos apuntes, a veces casi caricaturescos, sobre un hombre que, con todos sus defectos y puerilidades o su sesgada capacidad crítica («Mi padre me decía que tenía que estar muy orgulloso de ser catalán. Los catalanes éramos más inteligentes y trabajadores que los demás»; en otra nota se dice que era republicano, pero votó siempre a Jordi Pujol), era un hijo de su época, con una vida más difícil que las que, gracias a su sacrificio, pudieron vivir sus hijos y sus nietos.