Bob Dylan fue en Estocolmo lo más parecido a la presencia fantasmal Rebeca, aquella vieja película de Hitchcock, en la que la titular no aparece en todo el metraje pero su ausencia despierta una expectación máxima. Nunca un vacío fue tan seguido por los medios de comunicación como el que dejó clamorosamente el cantautor de Duluth al decidir no presentarse a recoger personalmente de manos del rey de Suecia, ese Premio Nobel, que ya de por sí, desencadenó una encendida polémica.

Y al igual que en aquella película quizá lo que recordemos a la larga no sea a Dylan (aunque es difícil no hacerlo) sino la humanidad vibrante y apasionada de Patti Smith, la amiga a la que el maestro Dylan hizo el encargo vicarial de mostrarse en su lugar, de dar la cara en la ceremonia. Y es que en la actitud de Dylan muchos han querido ver una muestra de prepotencia, cuando no de capricho. Se desconoce si el autor de Blowin’ in the wind decidió seguir la gala, estuviera donde estuviera, desde algún televisión o a través de internet. Si lo hizo, comprobó seguro que estaba en deuda con la amiga que se volcó en el encargo.

Patti Smith, con esa insólita elegancia que parece haber ganado con los años, soportó con mucha emoción y no pocos nervios la carga que supone tener que enfrentarse a la ceremonia de recogida del Nobel. Y los nervios le jugaron una mala pasada. La cantante interpretó A hard rain’s a-gonna fall, tal y como estaba prevista, se vio obligada a interrumpir la actuación, en dos ocasiones, aunque la segunda vez consiguió reponerse muy rápidamente. «Lo siento, lo siento. Disculpadme, estoy muy nerviosa», dijo Smith después de perder el hilo de la pieza. Las más de 1.500 personas congregadas en la sala respondieron con aplausos.

lágrimas compartidas / Smith interpretó la carismática canción a partir de un arreglo preparado por Hans Ek, en una versión particularmente lenta, acompañada por guitarra acústica y al final de su siete minutos de duración se incorporó la Orquesta Filarmónica de Estocolmo, lo que provocó no pocas lágrimas entre los asistentes, contagiados por la nerviosa Smith. Fue la única nota emocionante en una gala de entrega que con la presencia de los reyes, Carlos Gustavo y Silvia, así como la princesa heredera, Victoria, y su esposo, estuvo regida por un controladísimo protocolo en el que se hacía muy difícil imaginar al rebelde Dylan,

Minutos antes de la actuación. Y, una vez más, con vistas a llenar el potente vacío, el presidente del jurado de la Academia Sueca, Horace Endghal leyó unas palabras que, una vez más, cumplieron la función de defender el galardón. Para el académico, que no se quedó corto en sus valoraciones, el nuevo Premio Nobel es «un cantante que merece un lugar junto a los griegos, junto a Ovidio, junto a los visionarios románticos, junto los reyes y reinas del blues, junto a los maestros olvidados de brillante calidad». Y recordó cómo muy pronto se pasó de compararle con músicos tan seminales como Woody Guthrie o Hank Williams para pasar a hacerlo con figuras de la talla de Blake, Rimbaud, Whitman o Shakespeare.

Y por si la idea no había quedado suficientemente clara, Engdahl añadió, retador, dirigiéndose a los escépticos y detractores que «si la gente en el mundo literario se lamenta, hay que recordarles que los dioses no escriben, sino que danzan y cantan». Y acabó citando al moralista francés Nicolas Chamfort: «¿qué importa el rango de una obra cuando su belleza es del más alto rango?» Y es que el bardo, se quiera o no, ha cambiado la idea de lo que la puede ser la poesía.

La ceremonia se inició con un discurso del presidente de la Fundación Nobel, Carl-Henrik Heldin, quien alertó de la extensión de populismo.