Nadine Labaki se ha convertido en la primera directora de origen árabe en estar nominada al Oscar a la mejor película extranjera. Lo ha conseguido gracias a Cafarnaúm, una implacable crónica en clave realista sobre los cinturones de miseria de la ciudad de Beirut contada a través de la mirada de un niño condenado al desarraigo emocional y a convertirse en un despojo de la sociedad. La película, que se presentó en Cannes, donde consiguió el Premio del Jurado, indignó a una parte de la crítica, que la acusó de efectista, mientras que otra la ovacionó como una de las grandes obras del año por su capacidad para extraer emociones puras y hablar de los problemas de un país herido a través de sus desheredados.

-¿En qué momento decidió que quería abordar el tema de la pobreza infantil en su país?

-Todos los días vemos a niños lavar el parabrisas del coche. Ellos pertenecen a una comunidad al margen de la sociedad, viven en la periferia. En realidad, son invisibles para nosotros. Los tenemos frente a nuestros ojos, pero seguimos nuestro camino. Comencé a pensar en esos extrarradios y supe que tenía que explorarlos en profundidad si quería hablar de ellos. Empecé a ir a las zonas más desfavorecidas, a hablar con la gente, a asistir a los tribunales y a los juicios infantiles, centros de retención, cárceles de niños, y así fue como comenzó a tomar forma el proyecto.

-La película comienza con un juicio y una demanda, la de un niño de doce años contra sus padres por haberlo traído al mundo. ¿Está basado en algún caso real?

-Nació de mis charlas con muchos de estos menores. El 99% de ellos, cuando se les preguntaba si son felices, contestan que no. No entienden por qué están en este mundo si sus padres les pegan y no les dan de comer. Los niños son la parte más frágil de la cadena y nunca están representados, siempre son los adultos los que hablan, siempre se tratan desde otro punto de vista que no es el suyo y no pueden expresar lo que sienten. Para mí era importante que tuvieran voz.

-¿De qué cuestiones quería hablar en la película?

-Escribí el guion en paralelo a todas las búsquedas que emprendí. Quería hablar de los niños, de los problemas domésticos de las personas necesitadas, de la identidad de los marginados, del tráfico de personas, de los refugiados, de los matrimonios concertados con niñas pequeñas. Entonces me di cuenta de que todo eso junto era Cafarnaúm. Porque, en realidad, vivimos en el infierno.

-¿Qué es lo que más le impresionó durante su proceso de investigación?

-Que esos niños no se consideraran a sí mismos personas. Me decían: «Soy un bicho, un animal». Niños de entre 5 y 12 años que no tienen identidad, y por eso creen que no son nada. No saben ni siquiera el día que han nacido, no tienen ni idea de su edad, nadie les ha felicitado nunca por su cumpleaños. Son invisibles.

-¿Quería retratar la situación en su país, el Líbano, o que tuviera un carácter más universal?

-Yo creo que es un problema que existe en todas las grandes urbes y que ahora se ha agravado debido a la emigración. Se ha creado un cinturón de gente que no tiene derechos. ¿Y qué ocurre con eso? Que se convierte en un pozo de odio, de cólera, de ira, de asco hacia la otra sociedad, en la que vivimos nosotros. Y después nos preguntamos de dónde vienen los terroristas… cuando estamos criándolos nosotros. El sistema cría al terrorismo, no se puede decir de otra manera.

-En cualquier caso, la situación del Líbano termina colándose en la pantalla.

-Entre líneas puedes sentir los ecos de la guerra civil, porque nunca ha habido un perdón, ni por una parte ni por otra, nunca ha habido un debate serio sobre esta cuestión. Por eso, los libaneses han acumulado rencor al respecto, lo llevan dentro, está metido en su interior. Y eso se nota en la película, claro. Pero la pobreza, la marginación, la miseria y la exclusión son un problema de todos. El mundo no va por buen camino. Y los más perjudicados son los niños, que al fin y al cabo son el futuro de nuestra sociedad.

-¿Tenía en mente alguna referencia cinematográfica cuando filmó la película?

-A la hora de rodar no tuve referentes porque nació de mi instinto. Lo que sí busqué de manera explícita es que no hubiera ningún filtro entre la cámara y la realidad. Por eso busqué actores no profesionales. Nunca se dijo la palabra «acción».

-¿La considera una película de denuncia post-Primavera Árabe?

Cuando se produjo la Primavera Árabe sentimos la revolución y la esperanza. Ahora la hemos vuelto a perder. Por eso es importante abrir debates, porque son la manera de generar cambios.