Solitaria en un rincón del Índico, Tromelin es una almendra de apenas 1.700 metros desde la punta norte hasta el sur, por otros 600 metros de ancho. Hasta sus costas arribó la corbeta La Dauphine, el 29 de noviembre de 1776, al mando del capitán Bernard Boudin de Tromelin, quien reclamó la soberanía francesa de la isla rebautizándola con su nombre -hasta la fecha, se la había conocido como Île des Sables- y, con la ayuda de un bote y una piragua, rescató a los últimos supervivientes de un naufragio terrible.

El espanto se había desatado en la noche del 31 de julio de 1761: L’Utile, un navío de la Compañía Francesa de las Indias Orientales, toma una derrota poco frecuentada y se estrella contra los arrecifes que rodean el islote con 160 esclavos malgaches en sus bodegas, embarcados clandestinamente en Madagascar con el fin de sacar tajada vendiéndolos en las plantaciones de las islas Reunión y Mauricio. Se salvan 122 tripulantes y unos 60 esclavos. Cincuenta y seis días después, los marineros terminan de construir una embarcación precaria con los restos del hundimiento, un barco solo para blancos. Abandonan a los negros en el atolón con alimento para un par de meses y la promesa del regreso.

Quince años después, solo permanecían con vida siete mujeres y un bebé. ¿Cómo lograron resistir en un paisaje lunar de escasa vegetación, poca agua y sometido a la fuerza de los vientos alisios? La joven madre que parió en la isla se llamaba Tsimiavo, «la que no es orgullosa» en idioma malgache. ¿Cómo sonaría su voz? ¿Todavía tiene sentido dársela?

Maldita libertad

«Aprendí a chupar las raíces de los heliotropos, a cazar con pértigas alcatraces de patas rojas y a coserles las alas, la una con la otra, para protegernos del sol. Si al menos aquellas plumas nos hubiesen concedido el don del vuelo, de planear sobre las aguas con rumbo a la tierra donde reposan nuestros ancestros. Pero no; los dioses nos convirtieron en pájaros de arena. ¿Qué libertad era esa? Fahafahana, fahafahana. Maldita libertad. ¿Para qué queríamos liberarnos de las cadenas en aquella tierra tan áspera, sin ríos ni flores, sin sombra ni serpientes? Nos castigaron por no haber enterrado a los muertos, por haber profanado a las tortugas sagradas para comernos su carne.

Cierro los ojos tan viejos y aún me escuece la blancura bajo los párpados. Durante las primeras lunas, el mar aún escupía regalos sobre la playa: clavos, madera, un balde, un trozo de jarcia, la butaca del capitán Lafargue, el pernio de una puerta, ganchos de cobre con los que hicimos anzuelos, una cuba de plomo con su tapa. Después del abandono, casi nada.

Yo fui la única que confió en la palabra del hombre blanco, y hasta mi madre creía que había perdido la razón. A ella la salvó el instinto de protegerme; a mí, la esperanza y mis manos, el afán por mantener la hoguera encendida hasta el fin de los días. Mis manos desplumaban pájaros, mis manos quebraban la concha de los cangrejos ermitaños, mis manos ponían a secar ramilletes de algas. También aprendieron a amasar ladrillos con arenisca y polvo de coral tras el gran ciclón.

Fue precisamente entonces, después de que el huracán arrancara el toldo que habíamos levantado con el velamen del barco, cuando algunos hombres enloquecieron. En lugar de sumarse a construir un refugio más seguro con los bloques de coral, se entregaron con frenesí a armar una balsa ridícula tras comprender que debíamos recomenzar desde el principio. «Nadie vendrá a buscaros», dijeron los ojos de los dieciocho insensatos antes de que el mar se los tragara. La muerte iba estrechando el cerco.

Pasó la eternidad. Un buen día, la playa abrazó a un hombre blanco. Su bote se había hecho pedazos contra los escollos, y en vistas de la mala mar, de que era imposible aproximarse, el navío en el que había llegado se alejó abandonándolo en la isla de los esclavos… Pobre Tolotra, mi buen amigo Tolotra. Él fue de los que siguieron al náufrago blanco. Maderos, restos del bote destrozado, hojas de palmera, otra fiebre, otra balsa inútil.

Ni yo ni mi madre quisimos partir con ellos, aun cuando los dioses me habían susurrado que era de Tolotra la semilla que arraigaba en mi vientre.

Cuando arribó el barco de la gloria, no quise arrodillarme sobre la arena ardiente como las demás, como mi madre. Ya a bordo de La Dauphine, levanté a mi hijo, lo único que había brotado en Tromelin, con los brazos en alto, tan alto como pude, sobre el mar, sobre mi libertad. Los blancos quisieron bautizarlo con el nombre de Moisés Jacques, el salvado de las aguas».

Mañana, sexto capítulo: Soy el rey de Clipperton.