La febril actividad de James Franco se ha convertido en asunto de chiste. Como actor, ha rodado 50 películas en poco más de una década, y solo en el 2013 participó en una docena. Como director, en lo que va de este año ya ha completado un corto y cuatro largometrajes, y eso sin dejar de ejercer de escritor, modelo, profesor universitario, performancer, videoartista y, en general, hombre del renacimiento.

Puede que con tanta película Franco esté tratando de dar salida a su incontenible caudal creativo o puede que más bien se esfuerce por convencer al mundo de lo listo que es -sus últimas películas tras la cámara se atreven a versionar textos de William Faulkner, Cormac McCarthy y Charles Bukowski, porque si no para qué ponerse- pero, en todo caso, su estrategia parece equivocada: tal vez sería mejor que privilegiara la calidad frente a la cantidad.

Child of God, adaptación extremadamente fiel del libro homónimo de McCarthy presentada ayer en el concurso de Venecia, vuelve a dejar eso claro. Franco trata de reflejar en pantalla las habituales reflexiones del autor sobre la salvaje animalidad consustancial al ser humano, pero en ningún momento logra dotar de significancia particular las tropelías cometidas por su protagonista, un asesino en serie necrófilo de maneras chaplinescas.