Muchos dramaturgos —Eurípides, Séneca, Racine, Unamuno, Spriu, Mediero, Mayorga…— escribieron sobre Fedra, el mítico personaje coprotagonista de la tragedia Hipólito de Eurípides (uno de los mejores textos clásicos griegos y del teatro universal). En el Teatro Romano, siete versiones —que recuerde— con discrepancias en los caracteres de sus personajes fueron acogidas desde aquella versión de Séneca montada en 1953 por universitarios. Si bien, la más sonada sin duda fue la de M. Mediero, producida —en 1981— por la compañía extremeña Torres Naharro del Centro Dramático de Badajoz, con un montaje espectacular que conjugaba felizmente humor y tragedia y utilizaba todo el teatro, con la participación de conocidos actores, que actuaron a viva voz —Victoria Vera, Juan Carlos Naya, Manolo de Blas, Terele Pávez, Santiago Ramos y muchos actores extremeños—. Espectáculo que llenó durante diez días las caveas y tuvo el elogio de críticos especializados, como Pérez Coterillo y Monleón (que publicó el texto de la versión en la revista teatral Primer Acto). Y que también fue exhibido en la primera cadena de TVE (Estudio 1).

La tragedia, como he dicho en ocasiones, no es la expresión de una situación concreta sino el lugar de confluencia de abstractas pasiones. Y como pasiones abstractas —simbólicas— no vienen configuradas por el tiempo histórico en que se desarrollan. ¿Qué es entonces lo que más puede interesar hoy de la tragedia Fedra: la pretendida pasión abstracta o la concreta motivación histórica sobre la que se hacen traslaciones actuales? La versión libre y minimalista de Paco Bezerra, encargada por Pentación Espectáculos, parece que pretende enfatizar una lectura relacionada con ambas cuestiones, tratando de presentar una Fedra mucho más audaz en su realismo (algo que ya se daba en versión de Séneca), inspirada, de manera imprecisa, en un primer texto —el desaparecido Hipolito velado— de Eurípides, del que cuentan que fue muy criticado en las Grandes Dionisias griegas porque se atrevía a dar rienda suelta a la pasión incestuosa de Fedra por su hijastro.

Bezerra, que hace una criba de los personajes de las mencionadas versiones clásicas —dando de baja a dioses, coros, preceptores, confidentes, mensajeros, guardias, criados…— reduciéndolos a cinco, logra un texto sencillo pero bien elaborado en su composición, en el que se conserva bastante la exquisita poesía (próxima a la del melodrama Fedra de Racine que también muestra la pasión como una fuerza fatal que destruye al que la posee), la profundidad de las máximas filosóficas y el análisis psicológico de la enfermedad amorosa, pero profundizando —como lo hizo también la excelsa versión de Juan Mayorga de 2007— sobre la idea de un corazón femenino —y feminista— reivindicativo de una reina que pretende ser libre de impedimentos sociales y políticos (igual que lo era su marido, el rey Teseo, en las veces que hacía el sexo con las mujeres que deseaba).

La puesta en escena, de Luis Luque, que hace dos años debutó en el Festival con un tibio montaje de Alejandro Magno de Racine (producido también por Pentación), vuelve a desarrollar toda la acción en el centro de la escena, delante de un panel escenográfico que en el Teatro Romano no se digiere bien porque ensombrece el monumento —en su belleza y posibilidades escénicas— e indica, una vez más, que el encogido espectáculo está pensado descaradamente para la gira en otros espacios. Aunque en esta ocasión, Luque, que maneja bien los cánones dramáticos de sus componentes en el mediano formato -escenografía y videoescena simbólica, luces, vestuario y música—, ha primado la calidad dentro de una atmósfera de lo solemne, alcanzando un trabajo seductor en la dirección artesana de los actores. Estos se mueven con adecuada expresividad en el reducido espacio logrando la resonancia del drama tenso, con acento conmovedor sobre los sentimientos de los diversos personajes. Hay equilibrio tonal en todas las voces, sobre todo en las cadencias y anticadencias que palpitan con grandilocuencia y brillo en las declamaciones de sentencias poéticas e imágenes dramáticas.

En la interpretación, todos los actores logran trasvasar la organicidad, visceralidad y el desgarramiento propios de la tragedia. Lolita Flores (Fedra) recorre el frío recodo trágico proyectando con voz grave el estilo elevado de su papel, Juan Fernández (Teseo), consigue la autoridad de su personaje en una cálida actuación, Críspulo Cabezas (Hipólito) destaca por su seguridad en los registros corporales y fluido lirismo en la pronunciación, dando las vibrantes réplicas sujeto a su destino, Eneko Sagardoy (Acamante), posee el brío y la extensión vocal que requiere su rol y Tina Sáinz (Enone), arropando a veces la actuación de Fedra, muestra gran solvencia escénica tanto en la palabra como en la acción, perfectamente armonizadas.