Conciertos de formaciones compuestas exclusivamente por mujeres, exposiciones varias de obras de arte realizadas solo por mujeres; periodistas buscando a mujeres escritoras, científicas, amas de casa, cantantes; partidos de fútbol femenino; libros feministas blancos, clase media, media baja, media media, media alta; mujeres empoderadas empoderándose; estreno de cintas dirigidas por mujeres; ciclos de cine de películas protagonizadas por actrices; señoras de mediana edad tomando los micrófonos; charlas de mujeres migrantes, racializadas; estudios, cifras.

En Mérida, esta semana, el poeta Ben Clark decía que él también había esgrimido el discurso historicista («hay menos mujeres en los libros de historia y en la literatura porque hasta hace bien poco no se os ha dejado...») y el del talento («no se trata de que seas mujer u hombre») hasta que vio que, en los libros de texto de Lengua, algo más del 92% de las referencias eran masculinas. Y la cifra le saltó de ojo.

Muchas llegamos a este 8-M cansadas, exhaustas, muy desgastadas y enfermas. Llegamos con la impresión de que miramos desde fuera, por un agujerito, al feminismo real, al que tiene el poder, al que ocupa los centros de todos los discursos, al único validado mediáticamente; a ese feminismo que nos dice qué es una mujer, cómo es una mujer, lo que tiene que pensar una mujer y las cosas por las que tiene que luchar una mujer y hablan de primeras, segundas, terceras y cuartas olas, como si todas supiéramos la historia (una historia unívoca, lineal) y cuál es nuestra genealogía. Es ese feminismo excluyente al que miramos como hemos mirado muchos movimientos que en teoría nos tenían que acoger durante toda nuestra vida: desde el margen que implica no encajar. Las discas, las racializadas, las trans llevan hablando de esto todo el año, no solo en marzo.

Luego miras a las asambleas feministas de otras partes del país, como la de Canarias, llenas de mujeres (pensionistas, trans, migrantes, gitanas) y se te va un poco el disgusto. Luego recuerdas a chicas de 19 años, cisheteros, sin contacto con ningún colectivo LGBTIQ+ en su vida, dejando de seguir en Instagram a mujeres transexcluyentes después de un escueto: «Ay, qué decepción» y te das cuenta de lo mucho que aprendes de ellas dos.

Estamos haciendo esfuerzos para acoger, muchas veces en solitario. Muchas veces en la sombra. Para que los hombres tomen la palabra y expliquen cómo deconstruyen sus privilegios en muchas asambleas casi clandestinas. Para que se reconozca la lucha de otras compañeras. Para que las putas y las discas tengan voz también (pienso en Mariángeles Ballesteros, exmodelo, puta, heroinómana, que me abrazó un día muy fuerte y me dijo: «Y a ti, ¿quién te cuida?». Veinte años después, reflexiono sobre los cuidados, sobre el autocuidado y sobre lo poquito que me dejo mimar). Para no asumir los discursos identitarios de otras mujeres. Para no patologizarlas, ni diagnosticarlas.

Mariángeles murió. Si una mujer es adicta, a drogas o a juego, va a tener mucho menos apoyo social que un hombre. Me lo contó la psicóloga Ana Estévez, que lleva décadas investigando sobre el juego de azar y las adicciones sin sustancia, entre otras cosas.

La mayoría de las que lideran ese feminismo que ostenta el poder solo se ha relacionado con mujeres blancas, clase media, media baja, media media, media alta.

Al resto no nos han visto ni en el cine.

«Estoy harta de relatos de mujeres empoderadas», le decía la semana pasada a Nathalie Poza. De verdad, no saben lo cansada que estoy de representaciones femeninas de mujeres empoderadas. Las mujeres que yo conozco trabajan como unas burras, no llegan a casi nada o sienten que no llegan a casi nada, andan criando hijos y suspirando por meterse en una cama a dormir, aprovechan las vacaciones para leer dos páginas de un libro y quedarse dormidas antes de levantarse del sofá e ir al parque con las niñas o a recoger a alguna adolescente o se pasan la tarde en un hospital con alguna de las personas a su cargo o están bregando con depresiones de larga duración o con trastornos alimentarios o con caminos de hormonación, estudiando violín mientras llaman al pintor y redactando proyectos para irse con una beca a estudiar artes o comprando una bandeja de napolitanas porque es más barato que ir a la frutería a pensar en qué puedes cocinar en la media hora que podías estar sentada con unas cebollas, unas berenjenas y unas alcachofas.

Conozco a heroínas cotidianas y a un puñado de tíos que caminan al lado también, porque mi mundo ha sido, como el de más o menos todas, esencialmente masculino. Carmen Martín Gaite, Carson McCullers, Hanna Arendt, Ana María Matute y Elena Poniatowska, Elizabeth Barret Browning, Louise Cooper, Virginia Woolf y sor Juana Inés de la Cruz llegaron mucho más tarde que Mark Twain, Charles Dickens, Chris Claremont, Frank Miller, Steve Ditko, Henry Miller o Rudyard Kipling: la única que estuvo desde el principio era Gloria Fuertes por la sencillísima razón de que escribía para niños. Ojalá las que vengan detrás tengan más referentes, poderosos o no. Ojalá nadie les diga qué son o cómo han de ser.