Ya me dirán, con las fosas nasales tapadas, obstruidas y atacuñadas; la garganta en ascuas, rojiza como si le hubieran pasado una lija; y los bofes sonando, como el acordeón de la orquesta. Eso, ya me dirán, a ver qué hace uno en ese estado por el monte con la escopeta en brazos. De modo que vapores de eucaliptol, zumos a tutiplén y esos granulados efervescentes que lo dejan a uno más idiota de lo habitual. Otro domingo de caza echado al garete, vaya por Dios.

Los amigotes de la partida de antier estarán a estas horas en sus puestos, esperando que aparezcan por el raspil esas maravillas naturales que, cuando se arrancan con estrépito y se ciernen sobre ellos, les ponen el alma, o el corazón, en la punta de la boca. Fuego a discreción.

Los otros, los del pueblo, más antiguos, estarán pateando el ribero, siguiendo la labor de los perros, a ver si acaso dan con el conejito o, como por milagro, se arranca la perdiz esquiva.

Lo cierto y verdad es que como no se estruje uno la faltriquera hasta límites insospechados para cazar en cotos decentes, todo lo demás es un erial lamentable en el que cazadores de ley se desesperan y aburren de llevar la escopeta al hombro para que le dé el aire y poco más.

Ya lo decía el maestro nada menos que en los años sesenta. Fíjense cómo estará hoy día el panorama. Y ya saben que me refiero a la menor. De lo otro, o la otra, la mayor, sé poca cosa; pero desde luego cochinos hay por un tubo, según me han contado. Cuando vea a N.H. ya le preguntaré y les cuento. Ahora, a maldecir el mal fario que nos tiene aquí postrados, estornudando y soñando lances de caza por esas gavias y besanas de Dios. H