Eran las nueve y seis minutos de una mañana cualquiera en mitad del calendario escolar del internado. Los charcos permanecían congelados desde la madrugada y los gorriones se habían apiñado en la estrecha porción de sol que llegaba a las pistas de fútbol. Los alumnos temblábamos en mitad del patio, mirando recelosos un cielo que amenazaba lluvia o, peor aún, nieve. Formábamos en dos largas ringleras de uno, con el uniforme obligatorio de las clases de deporte (todavía no se le llamaba Educación Física): pantalón corto azul, camiseta blanca y la sudadera oficial del colegio, más idónea para hacernos partícipes de un antiguo abolengo competitivo que para escudarnos del punzante frío de aquella y de muchas otras mañana.

De nuestros cuerpos infantiles, la mayoría enclenques y mal educados en el sufrimiento físico, apenas se atisbaban dos ateridos signos de vida: un trémulo chasquido de dientes y una nube blanquecina producida por las densas bocanadas del vapor de los alientos. Recuerdo que el aire enrojecía nuestras rodillas y que, más inocentes que resolutivos, intentábamos subirnos los calcetines al máximo para cubrirnos todo lo posible.

Fue a las nueve y siete minutos cuando el profesor, bien resguardado en su abrigo plumífero y caminando frente a nosotros con grandes zancadas, alzó la voz de cuervo degollado, hablando al infinito pero con la mirada perdida en la punta de sus botas: ¡No hay frío!, ¡No hay dolor!, ¡No hay miedo!... Quien tenga frío o dolor o miedo no lo quiero en mi clase- ¿Dónde están aquí los hombres?... ¡Los hombres!- ¡Que levanten la mano! Entonces, todos, como resortes, sin pensarlo si quiera, levantamos la mano. Todos, menos uno: David Lagoa . El profesor desbarató la fila de tres manotazos, llegó hasta Lagoa y le gritó a la coronilla, escupiendo cada palabra: ¿Es usted sordo?

XLAGOAx, que no aumentaba más de metro y medio, sin inmutarse y con la vista al frente, respondió de una sola respiración: "Esto no es un ejército, sino un colegio. No estoy aquí para recibir órdenes, sino para recibir una enseñanza. Usted ha preguntado por hombres, y yo tengo 11 años, por lo que no soy un hombre sino un niño. Y no estoy sordo, puesto que he escuchado perfectamente su pregunta".

Sobra decir que David Lagoa, niño raquítico, bajito, con gafas de aumento, flequillo perfectamente peinado a cualquier hora del día, de notas sobresalientes y lo bastante sentencioso y pedante como para ser el centro de las collejas ajenas, era considerado por todos como el empollón de la clase, el perfecto alumno, nefasto para la práctica de cualquier deporte pero más inteligente que cualquiera de su edad.

Pero no sobra decir, por supuesto, que esa mañana, a las nueve y ocho minutos, David Lagoa demostró ser mucho más hombre que el mismísimo profesor --al cual no le quedaron más argumentos que llevarlo por las orejas en presencia del director-- y mucho más valiente que los otros 32 niños que formábamos la clase de 6º A.

De mis años en el internado guardo muchos buenos recuerdos y también alguno malo. Mi primer contacto con el teatro y la música y, sobre todo, mi gusto actual por la filosofía, el lenguaje y la historia se lo debo a aquella época de mi vida, de la que conservo además grandes amigos y el recuerdo de muchos buenos profesores.

He vuelto muchas veces a visitar las aulas, las habitaciones, los campos de fútbol y todo lo que rodeó al niño que fui allí, y la nostalgia siempre se funde con el deseo de tener la edad de entonces, la inocencia de entonces y la felicidad de entonces, aunque en este artículo, cercano a la narración nostálgica, haya preferido hablar de una escena tan singular en su desenlace como triste en sus orígenes.

XHOY,x casi 20 años después de aquella fría mañana, me acuerdo del severo profesor (del que omitiré el nombre por deteriorado respeto), de las antiguas pistas del colegio, donde viví tantas victorias y derrotas importantes, y del bueno de David Lagoa, fuerte entre débiles.

Cuando experimento, ahora como hombre, algún momento de injusticia, de prepotencia, de falta de respeto o de desprecio hacia alguien que no lo merece, recuerdo aquella mañana en las pistas del colegio y dejo hablar al niño --muerto de frío, pero vivo de valentía necesaria-- que todavía hay dentro de mí.

A solas, me repito: La fuerza del débil está en su deseo y en su constancia. La fuerza del débil, por inesperada, puede sentirse mayor que la fuerza del fuerte y, por humilde, prosperar mejor en unión con las fuerzas de otros débiles. Ilusiona tanto la fuerza del débil como el vuelo de la mariposa en el centro de la batalla, porque parece mentira que la fragilidad encierre tanta resistencia.

Es tan milagrosa la fuerza del débil como susurrar a una pared y que esa pared nos devuelva un eco de nuestro susurro centuplicado en potencia y en significados. La fuerza del débil es aviso para el fuerte y ejemplo para otro débil. La fuerza del débil es común en los niños y los desesperados. La fuerza del débil canta callando y se levanta, siempre, una vez más de las que cae.