Juan Luis Galiardo se metió anoche en la piel de Harpagón, el El Avaro de Moliére, la obra que cierra, el domingo, la 56 edición del Festival de Teatro de Mérida.

Galiardo asume con autoridad el papel de Harpagón, un personaje que se mueve y pasea, dueño y señor, con egoísmo y desenfreno sobre el escenario. Es un poderoso, cínico, y divertido en su dramatismo. Este avaro del siglo XVII se diferencia de los actuales en las formas. Solo vive por y para el dinero. El resto de cosas de la vida, como la familia, el amor, y la amistad, le sirve siempre y cuando no le cueste nada y le aporte beneficios.

La puesta en escena de Ricardo Sánchez-Cuerda es una especie de puzzle que está en constante ejecución, con unas estructuras rodantes de acabado metálico con puertas-espejo, que contribuyen a dar una neutralidad emotiva y a la sensación de que la acción transcurre siempre en el exterior de la casa del tacaño e interesado protagonista. Asimismo, estas escenas proporcionan unos juegos de espejos muy sugerentes. Y las laberínticas entradas y salidas de los actores reflejan la proporción y armonía, como las irregularidades y los equívocos de la tragicomedia. Sin embargo, estos decorados hacen que no se pueda apreciar bien el teatro romano.

Los actores aparecen con la cara pintada de blanco y cónclave de clowns y un alborotado peluquín. Esta imagen recuerda a las viejas fotos de los grandes trágicos del principio del siglo XX: el declamatorio Ricardo Calvo o el dramático Borras.

Los actores están impuestos por una gesticulación, entre la farsa y el mimo, asemejándose a muñecos medio humanizados. Sin embargo, el texto se desarrolla con un diálogo claro y muy cuidado.

El director de la obra, Jorge Lavelli, consigue momentos de belleza completa, como la escena del comienzo con los enamorados Valerio y Elisa fundidos en un beso, envueltos en un largo cortinaje rojizo. Este lío de amores y compromisos llega claramente al público que pudo disfrutar durante una hora y cuarenta minutos de la representación.