No es la historia que cuenta, sino la historia que soy yo dentro de esa historia. Los primeros libros de los que fui consciente, las despedidas por las mudanzas de repente y sin tiempo, el miedo a los golpes, ciertos terrores infantiles que son los peores del mundo y los más recordados, la Universidad como una promesa, los primeros amigos que no sabían quién eras, los veranos eternos y promisorios, la playa con Jandro un atardecer, hace veinte años, ahora de casi todo hace ya veinte años, el mundo abarcable, enamorarte sin saber si de verdad te has enamorado (la risa de Carmen, esa risa de Carmen), contar lo que nunca le has contado a nadie y pensar que la conexión es única y que no habrá nadie más, hablar de historia, de política, de música, de literatura, sobre todo de literatura: los pocos temas importantes, los pocos temas que siguen siendo importantes: unos amigos, unos bares, unas palabras (azul, bruja, gato, bar), aprender a tocar. Aprender a tocar, aprender a abrazar, dejar que te cuide la gente que te quiere, que ciertas relaciones parezcan tan naturales. El primer partido de fútbol (tres o cuatro neveras portátiles llenas de sangría, diez o doce tíos y yo, en el mejor sitio del sofá, en casa de Carmelo). Un país que visité después. Las primeras fiestas, la primera borrachera, un par de amigas encima de una cama, la sensación de no encajar en ninguna parte.

Acabo de ver Boyhood.

Eso lo escribí hace seis años. Pongan cualquier nombre: siempre habrá habido un primer partido de fútbol, un primer descubrimiento de tu primer autor favorito (Twain fue el mío) y una amiga riéndose (en mi caso Carmen; en otro, María o Mamen o Marga o Esperanza o Guadalupe) porque sabe que estás enamorada de él antes de que tú le hayas puesto nombre a todo eso y lo vayas negando por todas las calles de Sevilla, que quien dice Sevilla dice Badajoz, Mérida, Esparragalejo o Alburquerque.

El huerto de Emerson es el nuevo libro de Luis Landero. No es una novela, es una especie de Boyhood, de ver a dónde me lleva la escritura, a dónde los recuerdos, a dónde lo que leí, lo que viví, lo que amé, lo que viajé (hasta que descubrí, con todo el aplomo y la calma, que no me gusta viajar) y lo que aré. Sin hache. De arar una tierra que es solo mía y que tan pronto nos da lechugas como otras hortalizas (oh, este capítulo es glorioso). En todas partes se nos cuenta que Luis Landero recuerda su infancia. Y uno piensa: es un libro de memorias. Y sí, vale, pero no. Es un libro sobre lo que uno es, al fin. Los libros que leyó, los sitios que habitó, la historia de lo que aprendió.

De ahí salen todas las historias: de lo que uno aprendió, aunque no recuerde dónde.

Estos días ando oyendo la voz de Juan Copete, en la última entrevista que le hice por su adaptación de La isla de los esclavos, de Pierre de Marivaux. Juan Copete nos dejó el año pasado, en plena pandemia, en abril, sin que pudiéramos despedirnos ni hacerle homenaje ni nada por el estilo (de los duelos de mierda y sin acabar de este coronavirus nuestro también podemos hablar largo y tendido): «Lo que hace Marivaux es revisionar todo. Nada es inmutable. Y la historia, mucho menos. El tiempo puede cambiar. Y ahí está la clave de la obra: un mundo que se acaba y otro que empieza».

¿Comenzará otro mundo cuando aprendamos a convivir con el virus, como convivimos con la gripe?

Hemos vivido un hermanamiento mundial, al fin y al cabo: cifras, muertes, errores de gestión, políticos irresponsables, sanitarios trabajando por encima de sus posibilidades, aplausos y abucheos según fueran avanzando los meses, cierres perimetrales y teatros cerrados.

Pero ya no, hasta nueva orden.

La isla de los esclavos se representa en Mérida hoy viernes, a las siete de la tarde, en la Sala Trajano. La puso en marcha Las 4 Esquinas producciones, de Esteban García Ballesteros (ese monstruo escénico que interpreta a un abuelo y te lo crees y hace de perro y ves a un perro y hace de niño y ves a un niño y dirige mientras piensa qué va a quedar mejor y justo eso es lo que queda mejor). El domingo, de la mano de Ajidanha y con Nuria Cuadrado como protagonista absoluta (es hasta la iluminadora de la obra) llega Semente, el hombre que plantaba árboles.

El libro lo escribió Jean Giono y es una historia inolvidable sobre cómo podemos influir en todo lo que está a nuestro alrededor: cómo una persona sola consigue reforestar una de las regiones más inhóspitas de Francia. Mucha gente pensó que era real y él respondió: «Lamento decepcionarle, pero Elzeard Bouffier es un personaje ficticio. El objetivo era hacer a los árboles agradables, o más bien la plantación de árboles agradable».

Qué falta nos hacía, el teatro. En el Gran Teatro de Cáceres podremos ver Retiro espiritual, una comedia de Francis Lucas con él mismo, Paca Velardiez y Pedro Montero (estoy enamorada de la voz de ese señor). Habían planificado otras obras y conciertos, pero se han ido moviendo en el calendario. Es hilarante, la han rodado ya y necesitamos reírnos.

Qué ganas de decirlo: vayan al teatro.