Amigos periodistas que lidiaron con él me han descrito la experiencia como una pesadilla. Las anécdotas de desplantes, broncas, pataletas son innumerables. Y sí, me creo que llamase «cretino» a Tarantino. Pero daba igual. Los mismos afectados lo reconocen. Daba igual, pues su música hacía que se le perdonara todo lo que pasaba fuera de ella. Es lo que tiene, justo o no que sea, pertenecer a la categoría de genio.

Siempre me ha caído bien. Dentro y fuera de su música. Porque decía que el arte no era fruto del talento innato o de la intuición «sobrenatural» sino de la seriedad, la dedicación y la constancia: un motivo de ánimo y esperanza para los desgraciados que somos de sudar mucho para lograr las cosas. Y por su pasión por el fútbol. Quería ser futbolista y acabó siendo compositor porque no pudo ser futbolista. En toda la cara a esa elite intelectual esnobista que desprecia la mediocridad, a Cristiano y compañía y, por extensión, todo lo terrenalmente popular. Morricone era un genio de la cultura pulp, empezando por su amor, ese género tan despreciado por la elite como el cine del Oeste.

No me pidáis que elija sus mejores bandas sonoras. Lo que sé es que, tras leer de su muerte, me he sorprendido silbando una melodía de Érase una vez en América. Se trata de una secuencia en la que Patsy niño compra un pastel que piensa donar a una prostituta a cambio de sexo: mientras espera que la chica le atienda se come el pastel. No sé porque me han vuelto a la mente precisamente esas notas. Pero no es la primera vez que me ocurre. Si lo analizo, me decanto por pensar que mi cerebro las evoca cuando la realidad que me rodea me desagrada y anhelo volver a ser un crío, como Patsy. Distintos recuerdos de mi vida encajan con esa melodía. Y pienso que soy afortunado porque este señor ha compuesto parte de la banda sonora de mi vida.