Uno se sentía intruso contemplando la gala de los Oscar, como si hubiera sido arrancado del salón de casa y arrojado en pijama a un sarao al que no había sido invitado. Y es que, mucho más que de costumbre, dio la sensación de que la ceremonia estaba pensada no tanto para entretener a cientos de millones de televidentes como para que los asistentes al Kodak de Los Angeles se sintieran en familia.

Quizá porque los invitados estaban muy juntitos en el patio de butacas y muy cercanos al escenario, y se sonreían e intercambiaban gestos de intimidad: Brad Pitt y Mickey Rourke dirigiéndose miraditas cómplices, Robin Wright agarrándole el muslamen a Sean Penn, Kate Winslet besándole la boca a Stephen Daldry. O tal vez por el extenuante desfile de presentadores --cinco por cada categoría interpretativa-- dedicados a hacerles la pelota a los nominados y a convertir ciertos momentos en un ejercicio onanista incómodo de ver, por largo, empalagoso y falso. O, por qué no, por la calidez y la distensión que aportó el acogedor anfitrión Jackman.

En su día, su elección como maestro de ceremonias provocó más de un arqueo de ceja, pero su trabajo solo pudo decepcionar a quien esperara un clown del tipo Billy Cristal.

CON CARISMA Jackman no contó muchos chistes, cierto, pero sí manejó el carisma que se puede esperar del hombre más sexy del mundo --título que, desde el cariño, le pasó por la cara a Pitt--, cantó de maravilla, danzó como un maldito, se sentó sobre el regazo de Frank Langella y, hacia la mitad de la noche, se marcó al lado de Beyoncé y de cientos de bailarines una vistosa coreografía de homenaje al musical que cumplió igual función que la presencia simultánea, más tarde, de las divas Loren, McLaine y Kidman: era la industria de Hollywood reivindicándose, el glamur de sus años dorados y de sus viejas glorias.

Porque puede que hoy no tengan grandes motivos para reírse --eso sí, el sketch basado en Superfumados y la parodia que Ben Stiller hizo de Joaquin Phoenix fueron hilarantes--, pero admirando los pedrolos que llevaba Amy Adams en el cuello o el Armani Privé sin mangas y con escote palabra de honor que convertía a Anne Hathaway en diosa; oyendo a Sean Penn pedir perdón por ser tan bruto a veces, y a Pe dedicando su premio a Alcobendas; o viendo cómo el equipo de Slumdog millionaire montaba la fiesta tras recibir la estatua de manos de Spielberg, ¿quién iba a acordarse de la crisis o de la miseria en Bombay? Ellos no, seguro.