El traslado en vagones de ganado, el hambre, los piojos (que hacían que la ropa se moviera sola por el suelo, evocaba un preso), el tifus, la tuberculosis, la sarna…, la falta de condiciones sanitarias e higiénicas, el hacinamiento, las humillaciones..., las palizas y torturas letales, el trabajo forzado, el miedo a morir en cualquier momento... «Les quitaban sus pertenencias y la ropa nada más llegar, les rapaban el pelo y les convertían en una masa amorfa y despersonalizada que debía moverse a golpe de porrazo y renegar de sus ideales y creencias si no querían morir. Era un proceso de deshumanización de los prisioneros, que no eran considerados personas y eran tratados como infrahombres y esclavos, peor que a los animales», explica el periodista Carlos Hernández de Miguel, sobre la exhaustiva investigación volcada en Los campos de concentración de Franco (Ediciones B), que sale hoy a la venta y donde, a través de archivos y testimonios de presos, documenta hasta 296 campos de concentración, considerados como tales por el régimen y abiertos durante la guerra civil por aquella dictatorial «Nueva España». Como avisaba la Falange de Cádiz en su periódico Águilas, «Crearemos campos de concentración para vagos y maleantes políticos; para masones y judíos; para los enemigos de la Patria, el Pan y la Justicia».

Y por ellos pasaron entre 700.000 y un millón de hombres, y también mujeres. Para los franquistas, «una horda de asesinos y forajidos» que no merecía la protección del Convenio de Ginebra, y que, según el psiquiatra de cabecera de Franco, Antonio Vallejo-Nágera, eran «enfermos del gen rojo». Sobre ellos «no pesaba ningún cargo ni acusación ni condena en firme. Fueron prisioneros de guerra republicanos, izquierdistas (políticos y sindicales) o el maestro del pueblo…», recuerda el autor de otro monumental ensayo, Los últimos españoles de Mauthausen (2015), del que surgió Deportado 4443 (2017), con el dibujante Ioannes Ensis.

Al hablar de campos de concentración es imposible no pensar en el exterminio de Hitler, con barracones rodeados de alambradas, o en los gulags de Stalin. Las penalidades y condiciones citadas fueron similares, pero «hay que huir de la sombra de Auschwitz y evitar la comparación directa con el nazismo -avisa Hernández- porque puede parecer que ante la barbaridad de seis millones de exterminados en las cámaras de gas las víctimas del resto de crímenes contra la humanidad sean menos víctimas. Franco tenía sus necesidades y sus campos eran un sistema con sus propias peculiaridades. Quería exterminar a unos cuantos y reeducar al resto».

«Fueron improvisados y hubo desorganización pero su creación fue premeditada», constata el autor. El primer campo se abrió el 19 de julio de 1936, apenas 48 después del golpe contra la República, en Zeluán (antiguo Protectorado español de Marruecos). «Ya en abril, el general Mola llamaba a crear esa atmósfera de terror y a fusilar a cualquiera con vínculos con el Frente Popular».

El campo más longevo fue el de Miranda de Ebro (Burgos); cerró en 1947 y por él pasaron 100.000 prisioneros. «Fueron una pata más, horrible y terrorífica, del sistema represivo franquista»; las cárceles merecerían otro libro. A medida que los nacionales conquistaban territorios iban abriendo campos en plazas de toros, conventos, manicomios, campos de fútbol, fábricas, almacenes, hipódromos...

Varios rasgos los definían. «Uno, el miedo a morir en cualquier momento. El pánico a los ruidos de noche, porque si oían que se abría una puerta significaba que venían a buscar a alguno para una saca y fusilarle». Y de día, a las visitas de los falangistas que buscaban vengarse de antiguos vecinos. El destino era el mismo, acabar en cualquier cuneta.

Dos, el hambre y sus efectos, «que describen de forma descarnada». Agua negra de castañas, agua con espinas de pescado y gusanos, beber la propia orina... «Nos embrutecimos hasta el punto de perder toda dignidad humana», recordaba el preso José María Muguerza. Como ejemplo, el caso que contaba Guillermo Gómez Blanco del perro lobo que trajo, «para impresionar», «un teniente muy a la usanza de la Gestapo, con fusta y gafitas sin montura», y que en un descuido desapareció. «¡Nos lo habíamos comido crudo!».

Y, tres, que además de «lugares de exterminio lo eran de reeducación, para lograr la sumisión ideológica y mental», porque como decía Franco, su objetivo era «no solo vencer, sino convencer», aunque sus métodos solo consiguieran someter y reafirmar el desprecio hacia el régimen. Cantar el Cara al sol y otros himnos franquistas, formar varias veces al día y hacer el saludo fascista, misas y comunión obligatorias... Los presos, si salían (imposible sin aval de algún cura, alcalde o político fascista), debían salir «reformados». Ahí jugó un fundamental y nefasto papel la Iglesia católica ejerciendo, denuncia Hernández, «un adoctrinamiento obligado y forzoso por parte de los sacerdotes». «Violaban el secreto de confesión para obtener información de los presos y utilizarla contra sus compañeros». Pistola al cinto, hubo curas verdugos, como el padre Nieto, en la isla de San Simón, quien golpeó con su bastón a un fusilado agonizante gritándole: «Muere, muere, rojo impío».

El historiador Javier Rodrigo, quien había constatado en su día 188 campos dio la cifra de 10.000 muertos, que, según Hernández, se queda muy corta. «Ahora, tras documentar solo los muertos en 15 de los 296 campos ya suman 6.000». No hay datos en registros ni en cementerios, se falsificaban las causas de las muertes, la mayoría siguen, hoy, en fosas comunes y cunetas, y muchos, los considerados «enemigos irrecuperables», entre ellos los oficiales del Ejército republicano, fueron fusilados tras salir del campo para ser sometidos a consejos de guerra y juicios sumarísimos.

Uno de aquellos presos, Luis Ortiz, cuyas palabras cierran el libro, falleció la semana pasada a los 102 años. Decía que quería morir con las botas puestas y lo hizo, con el mensaje de contar a los jóvenes la realidad del régimen. «Durante la dictadura estos hombres que habían defendido las ideas democráticas, vivieron con miedo y vergüenza porque la sociedad identificaba republicanos con criminales y asesinos de curas -lamenta Hernández-. Ante quienes hoy quieren blanquear el franquismo hay que contestarles con datos para que se recuerde que en este país hubo un régimen democrático que fue violentado por un golpe fascista con apoyo de Hitler y Mussolini.