No es fácil adaptar a Shakespeare y que siga sonando a Shakespeare. Utiliza palabras que significan una cosa y la contraria y en sus obras --véase Hamlet-- una monja es una puta; su inglés es rítmico, musicalísimo y con estrofas que no utilizamos en español --véase verso yámbico-- a pesar de los esfuerzos de Nicanor Parra y, en fin, toda generación necesita de sus propios traductores. Tampoco son lo mismo, en teatro, una adaptación y una versión: hay diferencias metodológicas y de intervención en el texto original bastante significativas. Cuando escuchaba a los actores, pensaba en eso y en la belleza y el trabajo ímprobo que ha realizado Nando J. López.

De la solvencia de Teatro del Noctámbulo ya sabemos. Cuando monta obras propias (es decir, cuando no está haciendo un Edipo, un Áyax) elige textos comprometidos, como el de La maldición de John (en realidad, la obra se titula Cock, Polla. Sí: polla, pene. Así la tituló Mike Barlett) o El hombre almohada, de Martin McDonagh, o El búfalo americano, de David Mamet… O antes, cuando vivía Leandro Rey, con Mi rival, de Helder Costa o Pedro y el capitán, de Mario Benedetti.

El último de estos textos contemporáneos por los que nació la compañía se titula Contra la democracia. Lo escribió Esteve Soler.

He visto Contra la democracia tres veces. Yo no veo tres veces una obra de teatro, a no ser que la dirija Calixto Bieito o que actúe Pablo Derqui. Al frente se puso Antonio C. Guijosa, un tipo inteligente (esas cosas se ven), de hablar sereno y que tiene las ideas claras: entre ellas, las de respetar el espacio del teatro romano de Mérida: las características del espacio del teatro romano de Mérida.

Olía a incienso. Olía a incienso ritual y sonreímos. Huele a iglesia, dijimos. Huele a sagrado, a liturgia, a silencio. Después, las antorchas, la llegada de Tito a Roma, triunfador de las guerras, casi todos sus hijos varones muertos en combate y su única hija, Lavinia, a disposición del emperador Saturnino. «A ti regresa Tito Andrónico, como el barco que, cargado de mercancías, vuelve a descargar sus riquezas al puerto del que levó sus anclas».

Ah, pero el emperador quiere a Tamora.

Yo estoy enamorada de Tamora y de Aaron. Denis Rafter (que ha dirigido muchas de las obras clásicas de Teatro del Noctámbulo y que escribió una tesis maravillosa, Hamlet y el actor) me dijo una vez que los personajes femeninos de Shakespeare eran mucho mejores que los masculinos: Ofelia, Desdémona, Tamora.

Son las dos caras de una misma moneda, Tamora y Tito Andronico. Él llega vencedor, ella llega prisionera: era reina, como Hécuba. Ella asciende a emperatriz de Roma, pero él ha matado a su primogénito antes: «¡Vencedor compasivo! ¡victorioso Tito! Apiádate de mis lágrimas, del llanto de una madre que sufre por su hijo. Piensa que, del mismo modo que amas tú a los tuyos, amo yo a mi hijo Alarbo. ¿No ha sido suficiente humillación hacernos venir cautivos a Roma ni exhibirnos como prisioneros bajo el yugo romano?»

Pues, no, Tamora, qué quieres que te diga. Resulta que aquí hay costumbres, leyes naturales, leyes religiosas: piensa en Áyax, Tamora. Piensa en Áyax, piensa en Filomela, piensa en Lucrecia, piensa en Antígona, que por la ley natural acabó muerta. Así que matarán a tu hijo y sus dos hermanos querrán divertirse mucho con Lavinia, que al fin y al cabo es la hija de un asesino y de un enemigo. Y la violarán, los dos, y tú lo sabrás y ella te suplicará, porque tu cuerpo es igual que el suyo y ella es virgen y no quiere que lo horaden y tú darás el permiso a tus hijos y no harás nada, porque la venganza a menudo se ejerce en los cuerpos de los otros.

«Perdóname por aquello que no puedo evitar», dice Tito: «Por ellos, por todos sus hermanos caídos en la batalla, mi religión exige un sacrificio». Qué bien le hubiera ido si hubiera aceptado ser emperador. Qué error más enorme querer retirarse y descansar. No podrá: le llegará el horror, le llegarán las lenguas arrancadas, las manos cortadas, el hijo desterrado sin honores, la locura.

Decir que Tito Andronico habla sobre la venganza es decir muy poco, porque no es solo eso. Hay mucho horror, sí, pero también hay belleza, hay plasticidad, hay humor, hay un vestuario maravilloso de Rafael Garrigós (amamos a Rafael Garrigós: no saben ustedes lo que es caminar a su lado por cualquier calle de Madrid: cómo es capaz de mirar cualquier tela, cualquier objeto, para pensar en cómo transformarlo), hay un amor incondicional e interracial (en el siglo XVI: qué moderno era Shakespeare) entre Aaron, que es moro, y la emperatriz Tamora y, además, atención, el moro es ateo: no cree en dios alguno, se burla de las religiones: qué escándalo no ser un hombre de bien y no consagrarse siquiera a la deidad equivocada) y hay un uso del poder extremo. Uno se venga porque puede. Uno amenaza porque puede. Uno exige cuando puede: si no puede exigir, suplica y espera alguna dádiva.

No hay moralejas aquí. Somos lo que somos: capaces del cuidado y de la destrucción. Una vez lo escribió un tipo, hace varios siglos y luego llegaron otros, se subieron a un escenario y repitieron: Salve Roma victoriosa en tus vestidos de luto…