No es retórico el apodo que ha perseguido hasta la actualidad al quinto Románov de la saga (fue zar entre 1682 y 1725). Todo en él era descomunal y exagerado: desde su presencia -sus más de dos metros de estatura y anchas espaldas se agitaban a menudo por la epilepsia que sufría- a sus aficiones -le gustaba rodearse de una corte de aduladores borrachos entre los que solía haber bufones, enanos y prostitutas-, pasando por un desmedido afán de personalismo que le llevaba a ser él, sin delegar en nadie, quien ejecutaba sus órdenes, ya se tratara de mandar un batallón de soldados en el campo de batalla o de arrancarle la piel a latigazos a un traidor con su propia fusta.

«Fue, a partes iguales, héroe y monstruo, impulsor de avances y también tirano, pero sin duda es el personaje más extraordinario de todo el clan», evalúa Montefiore. A Pedro se le atribuye la modernización de las estructuras del Estado, así como una importante colección de conquistas bélicas que hicieron que Rusia dejara de ser vista como una cuna de bárbaros esteparios para ser respetada como una monarquía moderna. Pero su régimen estuvo presidido por el terror. Se perdió la cuenta del número de cadalsos que mandó construir desde Siberia a Polonia para apresar a sus enemigos. Nada escapaba al poder de Pedro, quien incluso se arrogó la potestad de elegir a su heredero, anulando el derecho ancestral del primogénito y poniendo así en peligro la paz en Rusia.