Acude Jorge Herralde al encuentro con la prensa con la voz más que rota, machacada por los aires acondicionados de México. Porque el más veterano de los editores españoles, el maestro de la edición indie (mucho antes de que el término se popularizase), a sus 83 años, sigue acompañando como siempre todo el proceso de sus libros, viajando incansable al otro lado del Atlántico, donde suelen ponerle una alfombra roja. La ocasión es la aparición en la editorial que fundó de Un día en la vida de un editor, con un subtítulo -Y otras informaciones fundamentales- digno de su adorado P. G. Wodehouse. O lo que es lo mismo, lo más cerca que ha estado nunca el editor de una autobiografía, porque, es sabido, su historia es la suma de los libros que han integrado su catálogo. El libro es también el pistoletazo de salida de la celebración de los 50 años del sello, que se cumplirán en septiembre.

El libro patchwork, como esos planos secuencia de Luis García Berlanga atiborrados de personajes, reúne artículos sobre los roces con la censura de los primeros y muy politizados años del sello, entrevistas en los que surge un Herralde un punto íntimo, crónicas estilo David y Goliat, la tensión entre los sellos pequeños y los grandes grupos editoriales. «Estos no es que sean intrínsecamente malos aunque se dejen llevar por las modas. En este sentido me recuerdan mucho a Ciudadanos», precisa con su habitual dosis de ironía y su afilada adjetivación. También hay recuerdos para los que ya no están: Carmen Martín Gaite, Roberto Bolaño, Sergio Pitol, Ricardo Piglia y Rafael Chirbes.

En periodismo importan los amores pero también las intenciones de los tránsfugas. De aquellos que daban luz al catálogo pero que acabaron en otra órbita editorial. Fue el caso de John Banville, a quien hicieron una oferta que no pudo rechazar. «Me llamó y me dijo que tenía dos familias que alimentar y que era una cuestión de supervivencia. Las maneras cuentan, pero las maneras son escasas».

Dice que no ha querido ajustar cuentas. «Aunque podría hacerlo». Y se deja llevar por la ensoñación de que póstumamente puedan salir papeles, por ejemplo, la correspondencia completa entre él y un autor capaz de ganar el Nobel un año de estos y a quien califica a la manera de Gil de Biedma como «artista seriamente enfermo». Esas cartas que se guardan en el archivo del editor, en proceso de catalogación, serían, caso de que se haga efectiva la distinción sueca, un material muy codiciado por la prensa y también, añade desinhibido, en el terreno de la «psicopatología».

«No son estos tiempos entusiasmantes», asegura el editor Jorge Herralde, que puesto a elegir se queda con los revolucionarios 70, luchando contra la censura y su propia inexperiencia, mientras ponía en la calle «una orgía de colecciones» muy pegadas a aquellos tiempos efervescentes y bulliciosos. Desde entonces, la meta ha sido ganarse la fidelidad del lector a base de despertar su entusiasmo. «Esto es una tarea de construcción requiere años pero es muy fácil de destruir. Si nos dedicáramos a situar en nuestro catálogo a autores de best-sellers o a ganadores de premios de renombre, la gente pensaría que estamos locos», asegura.