Mamadou nació a las dos de la tarde. En su poblado no había médico ni matrona; sólo su abuela, arrodillada, silenciosa y valiente, compartió el dolor del alumbramiento con su madre, en la pequeña choza familiar. Mamadou creció fuerte y libre, pero en un país en guerra, donde el peso de la historia había esclavizado y maltratado a los de su raza. Nadie le dio jamás noticias de su verdadero padre.

A los doce años abandonó el poblado y a aquellas dos mujeres, a las que había amado y repudiado a partes iguales, acostumbrado a verlas prostituirse con los soldados europeos que ocupaban el territorio, a cambio de unas pocas monedas o algo de comida. A los quince años, Mamadou ya sabía todo lo que necesitaba saber, pero no poseía nada de lo que soñaba poseer. Ningún camino le era extraño; ni el de los ladrones, ni el de los sicarios, ni el de los traficantes de piedras preciosas. A su corta edad, ya los había andado todos.

Con dieciséis años se unió a los guerreros verdes, los cabeza de nuez, los manos silenciosas. Formar parte del ejército independiente era la mejor vida a la que un muchacho podía aspirar. Los soldados tenían tres comidas al día, un uniforme respetable y un par de botas nuevas; dominaban los misterios de la selva; y, lo más importante, tenían el poder de matar, un gran poder en tiempo de guerra. Aunque, tampoco en el ejército, nadie le diera noticias de su verdadero padre

Con veinte años ya estaba cansado del olor a sangre y de yacer con mujeres a las que no amaba, igual que los soldados europeos habían hecho con su abuela y su madre, por eso escapó a las montañas. Allí había poblados en paz, hombres y mujeres que no pertenecían a ningún bando. Allí conoció el oficio de la herrería y aprendió a desempeñarlo. Allí, por primera vez, tuvo noticias de los cinco grandes dioses y de los tres grandes demonios. En la ciudad sobrevivió durante siete años, hasta que algún vecino le habló de la gran capital y del viejo Sama, un brujo muy poderoso que quizá podría decirle quién era su padre y dónde encontrarlo.

XCONx veintisiete años llegó a la gran capital y todo le defraudó. El viejo Sama le escupió humo de hierbas en la cara y le echó de su casa, advirtiéndole de que su sombra traía mala suerte y que jamás encontraría a su padre. En las calles había barricadas y los líderes mentían a la gente. Nadie sabía la razón por la que el país llevaba tantos años en guerra. Esa razón, si alguna vez existió, se había perdido con el paso de las generaciones.

Mamadou caminó catorce días con sus catorce noches, hasta llegar a la frontera. Quiso dejar todo atrás, olvidar su país, su pasado y hasta su nombre. Pero en la frontera mandaban los rojos, los dientes de ajo, los pies silenciosos, y un tatuaje en su mano derecha lo delataba como antiguo miembro de los guerreros verdes. Un sonido de disparos retumbó en las alturas. Le arrestaron, le ataron a un madero y le golpearon entre tres hombres. Las tardes de verano en la frontera eran muy calurosas y los mosquitos se cebaban con su sangre. Perdió la noción del tiempo que estuvo preso, comiendo patatas cocidas y durmiendo sobre sus propios excrementos.

Una noche de luna llena, un oficial europeo, amigo de los rojos, se apiadó de él y lo liberó, indicándole el camino contrario al que había traído. Sólo le estrechó la mano y le susurró que fuera con cuidado, que también había guerra y hambre más allá de la frontera. Mamadou se alejó corriendo, hacia el Este, sintiendo los latidos de su propio corazón bajo el pecho desnudo y amoratado por los golpes. Se sabía desesperado y solo.

Han pasado seis años y tres meses desde aquella noche. Mamadou dejó atrás cuatro fronteras más. Siempre huyendo, siempre trabajando para otros, siempre guerreando por causas desconocidas, siempre asimilando otros idiomas y otras culturas ajenas. Hoy cruza el mar en una patera, hacinado junto a otros veinte africanos que sueñan una vida más digna en Europa.

Mamadou respira profundo y mira al cielo. Piensa en su lejano país. Los negros deben seguir guerreando y los blancos, los malditos blancos, deben seguir comerciando con los diamantes y las mujeres africanas. Mamadou recuerda a su madre y a su abuela, y al oficial que le liberó, y al viejo brujo que lo maldijo de por vida. Mamadou sueña, mientras divisa las costas europeas en la lejanía. Algún día encontrará a su padre, volverá a empezar de nuevo y vivirá en paz.