El hombre lacónico que fue Godofredo Ortega Muñoz dejó pocas declaraciones acerca de sus ideas sobre el arte; pero fue un artista a la busca de un lugar propio. Conoció los movimientos plásticos de su época, absorbió de ellos lo que pudo interesarle y así definió su camino.

Este proceso, que arranca en su infancia, está documentado en la amplia exposición inaugurada ayer en el MEIAC de Badajoz. Los 105 cuadros expuestos, más una destacada documentación epistolar, fotográfica y periodística, permiten conocer aspectos inéditos de la vida y el proceso de trabajo del artista, casi monográficamente volcado en el paisajismo.

La muestra sigue un orden cronológico y están recogidas obras conservadas por Ortega Muñoz cuando empezó a pintar de niño en San Vicente de Alcántara. Ya entonces concibió paisajes que ponen de manifiesto su inclinación hacia este tema. Formado de manera autodidacta, desde el principio adoptó una posición moderna respecto al arte de su tiempo.

Un viaje fundamental

Enseguida emprendió un viaje fundamental en su vida que lo mantendrá unos 15 años fuera de España, con regresos intermitentes. De ello da cuenta esta muestra en una serie de vitrinas con fotografías, recortes de prensa y cartas. El primer tramo de este viaje lo llevó al París de los años 20, la meca del arte de su tiempo, en plena posguerra, cuando se produjo el movimiento denominado de retorno al orden como reacción a las vanguardias. De allí partió a Italia en busca de las fuentes plásticas de pintores italianos.

Aspecto inédito de la muestra es la relación que mantuvo Ortega con el momento fundacional la Escuela de Vallecas, a la que pertenecían artistas como Alberto Sánchez o Benjamín Palencia. A ellos accedió gracias al crítico y escritor Gil Bel Mesonada. El movimiento pretendía unir la idea de vanguardia con la idea de arte autóctono, español. Pero el extremeño no era hombre de grupo y siguió su camino.

En 1928 viajó a Alemania: Berlín, Colonia, Manheim y Worpswede, donde dio con un grupo de pintores del paisaje de los que tomó ideas para sus cuadros. Finalmente, antes de la guerra civil acudió a Alejandría donde expuso en dos ocasiones, y durante 1937, a Oslo. En la sala Blomquist, que aún existe y donde expusieron pintores como Munch, mostró el pintor extremeño su obra.

El final de la guerra significó el reencuentro con Extremadura y la consecución de una estética propia: austera y sencilla, según el director del MEIAC, Antonio Franco. Llegaron años de reconocimiento, especialmente con el premio en la Bienal de La Habana en 1957 y su emplazamiento, desde un punto de vista artístico, en un lugar distante del academicismo trasnochado y de la posición oficial del régimen franquista, en la misma línea que autores como Palencia, Vázquez Díaz o Pancho Cossío.

En este tramo final su pintura alcanza una dimensión trascendente, esencialista, con la definición del paisaje con que se le reconoce. Pero en su producción (unas 400 obras) figuran también, aunque en menor medida, retratos (de los que en Badajoz figuran los que le hizo a su hermano, a Gil Bel y al pintor inglés Rowley Smart), y bodegones.