Hipólito G. Navarro inspira una simpatía instantánea. Es un tipo legal con el que te ríes a placer porque domina con calidez el arte de contar las cosas con gracia. De ahí que, cuando interviene en un acto público, es fácil que los lectores que lo conocen empiecen a reírse incluso antes de que abra la boca.

Pero no hay que dejarse engañar. Para empezar, este sevillano de adopción, que nació en Huelva hace 54 años, es uno de los más serios creadores del cuento en castellano, un maestro de la forma que él ha sabido perfeccionar a golpe de intuición. «Mis primeros cuentos trataban sobre la alegría y la felicidad. Esos temas de los que los críticos serios dicen que jamás hay que escribir. Pero ya no tenía remedio. Cuando me enteré, yo ya los tenía escritos», dice.

Y si no se le conoce (y reconoce) más es porque aparte de escribir cuentos -lo que en tiempos era veneno para las librerías-, se ha emperrado en publicar poco, y nada nuevo en los últimos 12 años. Por suerte, acaba de poner fin a ese barbecho con La vuelta al día (Páginas de Espuma), un libro de relatos que lo trae de vuelta.

El amor de Navarro por la narrativa breve es incondicional. Solo una vez cedió a la tentación de escribir una novela y acabó despiezándola. Sus cuentos suelen tener un poso más profundo y oculto. En uno de los relatos de esta colección se habla de un cuadro que, «como un felino, nunca sabes si te va a acariciar o a arañar», y es un buen símil para su trabajo. «Yo escribo de una manera atolondrada sin saber hacia dónde voy hasta que la pieza me sorprende. Para que arañe al lector primero el texto tiene que haberme arañado a mí. Si no es así, siempre acaba notándose». Otra imagen, más evidente, es la del estrábico. Él lo es y suele utilizarla para mostrar que su realidad siempre tiene dos puntos de vista.

Dolor y fragilidad

Cuenta que han tenido que pasar muchos años para que se diera cuenta de que por debajo de la originalidad y del humor latía su propio dolor y fragilidad, esa que le hizo estar dos años sin poder caminar por un problema en la columna y la que se trasluce en el último cuento de La vuelta al día, dedicado al libro más importante de su vida, un manual sobre la tala de árboles, labor a la que se dedicaba su padre antes de que abriese un bar.

Asegura haber contado de una forma muy literaria y lírica el episodio que más le ha marcado en la vida, un padre alcohólico, al que todos los días un Poli adolescente deseaba la muerte. «Arrastré esa culpa, hasta que un psicoanalista argentino en unas jornadas literarias me preguntó: ‘¿Pero tú te crees Dios, deseas que se muera alguien y eso sucede?’». Respira hondo y cuenta cómo fue de verdad: «Mientras servían en el bar, mi madre le dijo a mi padre que todavía no era mediodía y que él ya se había tomado 25 vasos de vino. Él descubrió que hacía una rayita por cada vaso. Se alteró. Puso 40 o 50 vasos uno tras otro a lo largo de la barra y se los fue bebiendo. Cuando acabó, cayó redondo de un coma etílico».

Acaba de describirlo, sin adornos, en una antología El riesgo cuenta, que aparecerá en el nuevo sello Rata. Y será una de las raras ocasiones en las que no utilice el humor como coraza.