Con su humor socarrón, Pere Calders, que vivió un provechoso exilio en México, solía decir que en Barcelona «hay algunos mexicanos, pero no dan problemas». Juan Pablo Villalobos, nacido en Guadalajara (la Guadalajara de los mariachis, se entiende) en 1973, pese a tener a Calders en el altarcito de sus preferencias, le ha enmendado la plana con No voy a pedirle a nadie que me crea, una novela con la que ayer ganó el Premio Herralde. Otro latinoamericano, el argentino Federico Jeanmaire, quedó finalista con Amores enanos, una fábula «narrada desde la necesidad de medir poco más de un metro en una sociedad diseñada para personas altas».

La obra ganadora lleva la contraria a Calders retratando de forma delirante y salvajemente humorística el trasfondo de la Barcelona precrisis, y más concretamente la trastienda del pelotazo inmobiliario, ese momento álgido en el que la emigración creció hasta el 20%. «He querido retratar la Barcelona -e incluso más allá, Badalona y L’Hospitalet- más canalla, poblada por mexicanos, ecuatorianos, paraguayos, además de un enigmático chino», explica Villalobos.

NOVELA HÍBRIDA / Y lo sabe bien. Él forma parte de ese porcentaje. Llegó a esta ciudad en el 2004 con una beca de la UE, cuando aquellas ayudas aún no eran un milagro. Y aquí vive (en el barrio de Gràcia) desde entonces -con un paréntesis de siete años en Brasil-, aquí ha tenido a sus hijos y aquí escribió parte de una trilogía descacharrante sobre México, su violencia y sus narcos (Fiesta en la madriguera, Si viviéramos en un lugar normal, Te vendo un perro), que a decir de su editor debería haberle hecho salir de su condición de autor semisecreto.

La novela del Herralde, relata, nace de una crisis personal para la que se vale de una cita de Calders, de nuevo: «Él dijo que en su exilio había visto más indios de las montañas que pescadores mediterráneos. A mí me ocurría lo contrario». Esa sensación de extrañamiento la ha solventado con esta historia híbrida, «una novela mexicana sobre Barcelona, o al revés, una novela barcelonesa sobre México», en la que no sería raro encontrarse con una frase tan mestiza como: «Este tío es un pinche gilipollas».

Cuatro narradores mexicanos y una variopinta fauna de personajes peculiares desfilan por sus páginas: peligrosos mafiosos, un pakistaní que simula vender cerveza, una niña que recita versos de Alejandra Pizarnik, una mujer que lee Los detectives salvajes en el peor momento de su vida. «Yo leí en circunstancias parecidas esa novela, que es también una historia de escritores que malviven en Barcelona», precisa. Pero también la hija de un político nacionalista, corrupto y de derechas, del que no ha querido dar más datos «porque vivo muy feliz aquí», dice bromeando y sin entrar al trapo cuando se le recuerda que Jordi Pujol hijo tenía negocios en México.

HUMOR SURREALISTA / Cultivador de un humor sulfuroso y casi surrealista, estilo César Aira, Villalobos asegura no poner de límites a priori a su mirada burlona. «Pero eso, claro, es una provocación, porque yo personalmente me controlaría». El gran problema para él es que vivimos en la época de lo literal, «en la que no se entiende la ironía, y de ahí viene el escándalo y la incomprensión».