El magnicidio de Ekaterimburgo -la ciudad situada a 1.300 kilómetros de Moscú donde los bolcheviques asesinaron a Nicolás II, su mujer, sus cinco hijos y varios sirvientes el 17 de julio de 1918- no solo puso fin a la estirpe Románov. Tambien dotó a los últimos miembros del clan de un aura de misticismo cercano a la santidad que, según Montefiore, no se corresponde con la realidad. Nicolás, el penúltimo zar -su hermano, Miguel II, fue en la práctica el último, pero solo reinó durante un día- ha pasado a la historia como una víctima de la descomposición de la dinastía, pero esa leyenda obvia su inoperancia como líder.

«De aquel crimen solo son responsables Lenin y los bolcheviques, pero Nicolás colaboró en gran medida al hundimiento del régimen. Fue un zar torpe, no logró aprender de sus errores, cada decisión que tomó resultó peor que la anterior. Fue, sin duda, el más incompetente de los Románov, y encima le tocó dirigir el país en el momento más difícil de su historia», define el historiador.

El misterio

¿Qué queda de los Románov? Durante décadas perduró el misterio de aquel magnicidio, con la duda de que algún miembro de la familia hubiera sobrevivido, hasta que el análisis genético de sus huesos confirmó que todos murieron. Pero el espíritu autocrático de los emperadores sigue vivo en Rusia. «Stalin lo dijo: Rusia necesita un zar. El régimen soviético cumplió esa función y ahora lo hace Putin. Es el heredero de los Románov», opina el historiador.