Admite como todas las obras ambiciosas una lectura plural Serotonina, la nueva novela de Michel Houellebecq, a simple vista la historia de un hombre gastado que huye de su propia vida; que emprende, se diría que sin quererlo realmente, un viaje en busca de su pasado, es decir de sí mismo; la radiografía descarnada de un declive personal, el recorrido por el último tramo que queda del abismo. Todo muy Houellebecq.

Pero está hecha de capas esta obra y no habla menos de la decadencia de una civilización, la europea, de la que al fin y al cabo es trasunto el salto sin red del protagonista; y no habla menos, sobre todo, del amor. Ha escrito una novela de amor el escritor francés, naturalmente en sus propios términos, en cierto modo el revés de una novela al uso: la historia del amor cuando el amor se ha perdido.

De ese vacío que es irremediable se alimenta el periplo del antihéroe por el sinuoso paisaje normando al volante de su Mercedes G350. Lo ha perdido todo o casi todo, y al final solo dos asideros frágiles lo mantienen conectado con la vida: su antidepresivo de última generación -Captorix, liberador de serotonina- y, a pesar de todo -a pesar de sí mismo- la esperanza. Un atisbo de ella. Una desesperada idea de ella. No cae por el precipicio un nihilista sin más, cae un hombre que cree en algo superior y que se empeña en buscarlo hasta el último momento; incluso, si cabe, al precio de matar por conseguirlo. No es menor el mérito de hacer girar la crónica de una destrucción en torno de un personaje -Florent-Claude Labrouste, agrónomo, 46 años- que exuda moralidad a través de la integridad.

Ha escrito Houellebecq una novela de su tiempo, y no solo porque se sirva de ella como vehículo para hablar de la soledad del europeo actual. El escritor francés ha obrado para yuxtaponer dos formas de destrucción, la del individuo y la del colectivo, representado por los agricultores franceses a los que asfixian las políticas europeas. ¿Cómo encaja esto? Encaja. «Un ambiente de catástrofe global atenúa siempre un poco las catástrofes individuales», escribe. No hay salvación para nadie: ni para Labrouste ni para los agricultores ni para la mayoría de personajes que desfilan por la novela, todos con un peso a cuestas, un insoportable pasado, una melancolía. «Ya nadie será feliz en Occidente», sentencia el protagonista. No es ajeno a la ambición de la novela suscitar una reflexión sobre la modificación traumática del modelo de vida europeo.

Nadie se embarca en un viaje con un personaje incapaz de hacer vibrar los resortes de la empatía, y el agotado Labrouste, el hombre que sabe que es el amor o es la nada, invita a sentarse en el asiento del copiloto. En ese Mercedes. Acaso porque transporta una verdad: porque Labrouste existe aunque no exista, y porque la decadencia que es el eje de la novela ocurre ahí fuera y ocurre ahora mismo. Si se da por bueno que uno de los triunfos de un buen relato es generar emoción, Houellebecq se puede apuntar esa victoria: nos importa el destino de Labrouste. Compartimos la pena de Labrouste. Nos reímos con Labrouste. Y queremos llegar con él hasta el final.