Una mujer que el lector identifica con la protagonista mira al lector desde la portada de la última novela de Javier Marías, Berta Isla (Alfaguara). Berta es el nombre de la mujer. Isla, aunque el autor no lo quiso así, refleja su insularidad, su aislamiento, su soledad. Y a poco que una se fije en la fotografía, los ojos de la mujer solo parecen mirar su propio ensimismamiento, envuelta en la bruma del humo de su cigarrillo.

También el escritor blande un cigarrillo en la solapa. Quizá se trate de uno de esos gestos enfurruñados con su entorno y poco dados a la corrección política que al autor de Todas las almas le gusta exhibir. Sea como fuere, su novela está ahí y en ella se citan muchas de sus obsesiones (a Marías no le gusta pero es inevitable llamarlas así): Oxford, los espías, la traición, las miserias matrimoniales. Todo ello para armar una trama que no desdeñaría Graham Greene, con pocas peripecias, aunque esenciales, y sí muchas digresiones reflexivas, marca de la casa.

-¿Qué certezas tenía antes de abordar este trabajo?

-Muy pocas. Yo escribo a tientas y procurando hacerlo lo mejor posible. Me gusta ir averiguando la historia a la vez que la desarrollo. Tenía ganas de acometer una novela con un tema que es viejo como el mundo. La de un hombre que como Ulises se va, desaparece, y años más tarde regresa. Es un tema que había tratado parcialmente en Los enamoramientos, cuando los personajes hablan de la novelita corta de Balzac El coronel Chavert, que es dado por muerto en una batalla y luego reaparece. También es la base de uno de mis cuentos, La canción de Lord Rendall.

-¿Podría decirse que la imposibilidad del conocer al otro está en la base de esta historia?

-Y de todas mis historias. La imposibilidad de saber nada a ciencia cierta, incluso de aquellos que más nos conciernen o de nuestra propia historia. Recuerdo a menudo el comienzo de David Copperfield, de Dickens, que dice más o menos: «Para comenzar por el principio el relato de mi vida, diré que nací (según me contaron y así lo creo) un viernes, a las doce de la noche». Ese «según me contaron» está bien dicho. Todos estamos convencidos de saber de donde vinimos, pero en realidad damos crédito a lo que se nos ha contado. A poco que nos pongamos a pensar solo podremos decir que mi padre es el que conozco porque normalmente no sabemos demasiado de su vida anterior a la paternidad. Y por tanto tampoco sabemos mucho de nosotros mismos.

-Y el matrimonio es un ejemplo perfecto para investigar eso.

-Hay otras novelas mías en las que había secretos matrimoniales, pero eran cabales, en el sentido de que la persona no siquiera sabía de su existencia. Berta Isla sabe que hay una nebulosa en la vida de su marido a la que nunca va a tener acceso. Tiene la posibilidad de separarse y, una vez decide seguir, sabe que esa historia va seguir siendo opaca, lo que no es tan frecuente.

-¿Esa inquietud por concebir a los demás como secretos impenetrables tiene que ver con su vieja querencia por las novelas de espías?

-Me interesaba sobre todo el dilema moral. Es que si uno lo piensa bien, son vidas espantosas. Hay un momento en que Berta discute con su marido, que tiene una doble condición inglesa y española, sobre un pasaje de Enrique V, de Shakespeare, en el que el rey, disfrazado, averigua qué sienten sus soldados. Ella cuestiona el espionaje considerándolo una vileza. Porque tiene como base ganarse la confianza de alguien para luego traicionarlo.

-En el caso de Tomás, ese empeño acaba teñido de patriotismo.

-Eso no es más que una evolución. Todos acabamos convenciéndonos de que lo que hacemos es lo mejor. Sí, en esas condiciones, él acaba siendo un patriota.

-¿La formalidad de un lugar como Oxford ha propiciado que se convirtiera en semillero de espías?

-Tanto Oxford como Cambridge, con sus cinco famosos espías, Kim Philby a la cabeza, han sido una excelente cantera porque allí había gente muy capacitada, que con el tiempo llegaron a formar parte de la clase dirigente.

-Sorprende que de un mundo tan pautado surja gente tan aventurera.

-La gente joven lo es y los captan cuando están estudiando. En el periodo de la segunda guerra mundial era muy normal.

-Cuando estudió en Oxford pudo conocerlos de cerca.

-Sí, el profesor Wheeler, que aparece también en esta novela, está basado en el hispanista y lusitanista Peter E. Russell, que trabajó en el servicio de inteligencia británico durante la segunda guerra mundial. No solía hablar mucho de sus experiencias, pero conmigo, quizá porque era español o porque le caí bien, conversó bastante. Cuando escribí Tu rostro mañana le pedí permiso para utilizar su biografía, no solo su figura. Él leyó los libros y dijo que le encantaba lo que había escrito sobre él, pero que si le preguntaba cosas concretas no me las podría contar. Y tenía ya casi 90 años. Se llevó sus secretos a la tumba.

-Wheeler en la novela, que se desarrolla en tiempos predigitales, predice que en el futuro nadie tendrá intimidad. ¿Con el apogeo de las redes sociales, se siente expuesto? Porque allí no dejan de recriminarle sus artículos.

-Eso me dicen. Yo no tengo ordenador ni iphone. Y lo último que haría es entrar a mirar lo que escriben sobre mí. Yo no tengo la suficiente vanidad para leer lo bueno ni el suficiente morbo para lo malo.

-¿Disfruta especialmente usted haciendo rabiar a los lectores?

-No lo hago a propósito. No soy provocador en el sentido de que ande buscando la greña. Yo creo que hay una autocensura cada vez mayor porque la gente cada vez está más amedrentada, probablemente porque en las redes sociales a la mínima te linchan. Antes, las críticas se quedaban en el café: «Vaya imbecilidad ha escrito Javier Marías», y no me llegaban. A mí toda esa unanimidad me recuerda al franquismo.

-Bueno, entonces por opinar se iba a la cárcel.

-Claro, esa es la diferencia. Pero lo siento, yo no voy a autocensurarme. Si algo me parece injusto, estúpido o falaz lo digo y punto. Como somos muy pocos los que lo hacemos, molestamos más.