A lo largo de más de 50 años -y de títulos como 'Cathy come home' (1966), 'Riff-Raff' (1991) o 'Ladybird, Ladybird' (1994)- ha observado con empatía a quienes viven atrapados en la base de la pirámide social, y articulado con la energía propia de un activista sus luchas contra los abusos del sistema. En su nueva película, 'Sorry, we missed you', el más importante de los cineastas británicos se sirve del retrato de un hombre que se incorpora como repartidor autónomo a una empresa de paquetería con la esperanza de sacar a su familia de las dificultades económicas en las que se encuentra, y del de las consecuencias que la precariedad laboral tiene sobre su vida doméstica, para lamentar un sistema que obliga a la gente a endeudarse para trabajar y a renunciar tanto a todo su tiempo libre como a cualquier prestación social.

-En el 2014 dijo que se retiraba del cine, y desde entonces ha estrenado tres películas. ¿Iba de farol?

-Está claro que hablé más de la cuenta. Por entonces estaba filmando 'Jimmy’s hall' (2014) en Irlanda, y en aquel rodaje lo pasé fatal por culpa del frío, y el barro. Y pensé: estoy viejo para esto. Pero no puedo retirarme, hay demasiadas historias que contar y demasiadas batallas que librar. La situación se está volviendo cada vez más preocupante. Hay más inseguridad social y más pobreza. En el Reino Unido hay 14 millones de pobres. Uno no puede quedarse callado frente a eso.

-'Sorry, we missed you' tiene estrechos vínculos temáticos con su película inmediatamente anterior, 'Yo, Daniel Blake' (2016). ¿Las diseñó como obras complementarias?

-Lo cierto es que mientras rodaba 'Yo, Daniel Blake', me di cuenta de que cada vez más británicos dependen de los bancos de alimentos para sobrevivir. Y me sorprendió que una gran parte de ellos tienen empleo, pero han firmado contratos de cero horas o están en situación de falsos autónomos, y lo que ganan no les da para vivir. Quienes no trabajan lo suficientemente duro, o lo suficientemente rápido, son borrados del mapa. Es espantoso, pero cierto: los trabajadores por cuenta propia ahora se ven obligados a explotarse a sí mismos. Ya no hace falta un jefe enfadado que te diga cuánto tienes que trabajar, te encargas tú mismo.

-La película es un drama familiar.

-Porque lo grave pasa en el ámbito doméstico. Porque las tensiones y las injusticias del trabajo explotan en las casas, y son las familias quienes pagan por ellas. ¿Es viable un sistema que obliga a las personas a matarse a trabajar 14 horas al día a cambio de un sueldo mísero, y que no puedan tener ni amigos ni familia ni vida? Ese sistema se llama libre mercado, y es uno de los principios fundamentales de la Unión Europea: hace que las empresas privadas compitan entre sí a vida o muerte, y que reduzcan salvajemente los costos de mano de obra. Si realmente queremos que algo cambie, debemos concluir que el mercado libre no está funcionando. En ese sentido, la Unión Europea es un fracaso.

-Que el Reino Unido deje de formar parte de ella es cuestión de tiempo…

-Por supuesto, eso no va a solucionar la vida de los trabajadores. El 'brexit' es el invento de un sector de la aristocracia británica que consiguió embaucar a las comunidades de clase obrera de la Gran Bretaña de provincias, ansiosas por castigar a las élites cosmopolitas londinenses por tratarlas como si fueran ganado. Les hicieron creer que fuera de Europa todo sería mejor, que habría mucho más dinero. Las engañaron.

-Usted lleva plasmando su visión del mundo en las películas desde hace décadas. ¿Cómo resumiría el cambio experimentado por la sociedad en este tiempo?

-En el periodo de posguerra, en la mayoría de los países de Europa existía un sentido del deber social y de la solidaridad. Mi país en concreto había sufrido bombardeos, y la gente entendía que la unidad era vital para combatir el fascismo; había un consenso sobre lo que debía ser una sociedad y sobre la necesidad de derechos, como un salario justo, unas vacaciones por el trabajo y un servicio de salud. Por entonces la gente podía mantener el empleo toda la vida, y los salarios eran suficientes para sostener a familias enteras. Eso, obviamente, fue aniquilado por Margaret Thatcher y, desde entonces, el capitalismo ha destruido la idea de sociedad. Y todas las instituciones que sobre el papel deberían velar por la justicia social se han convertido en armas para castigar a los más desfavorecidos.

-¿Hay motivos para confiar en que las cosas mejoren?

-Lo cierto es que todo induce al pesimismo. La ultraderecha está creciendo en todos los lados y, pese a lo que predican, los problemas de la gente no les importan. Se aprovechan de las penurias y la frustración de la gente para convencerla de que necesitan liderazgos férreos, y de que hay que expulsar a los inmigrantes. Y mientras tanto la izquierda, en lugar de pensar en cómo cambiar el sistema, está más dividida que nunca.

-Parte de la izquierda, de hecho, ni siquiera está a la izquierda.

-Exacto, así es. Los socialdemócratas, en concreto, han decidido hace tiempo que prefieren estar al lado de los poderosos y los bancos que al lado de la gente corriente. Por eso han tolerado y apoyado los salarios bajos, y los 'contratos basura', y una situación según la cual al trabajador se le hace creer que tiene lo que se merece y la injusticia social se acepta como algo normal.

-Su película reflexiona sobre el papel que la tecnología desempeña en la nueva situación laboral. Y sus conclusiones no son precisamente positivas.

-No. Se suponía que la tecnología iba a facilitarnos la vida y a proporcionarnos más tiempo libre. En cambio, se está usando para aumentar la eficacia a toda costa, y eso implica aún más presión para el trabajador. Y también ha hecho que para las compañías sea más fácil controlar a sus empleados, y tratarlos de forma inhumana. Ahora te pueden despedir con un mensaje de texto.

-¿Qué relación tiene usted con la tecnología?

-Ya ya soy un anciano, y por tanto prefiero las relaciones cara a cara que las virtuales. No sé cómo se usan las redes sociales, y es un verdadero alivio. Por lo visto, hay quien las usa para apedrearme. Me llaman antisemita, y nazi, porque defiendo la causa palestina. A estas alturas, claro, que me insulten me importa muy poco.

-¿Cómo desarrolló su conciencia política?

-Empecé a criarla de niño, contemplando a mi padre mientras trabajaba como electricista en una fábrica; ahí empecé a ser consciente de la condición de la clase trabajadora. Aun así, inicialmente quise ser actor; cuando se lo dije a mi padre quedó devastado, porque por entonces él ya era supervisor y se había hecho a la idea de pagarme estudios universitarios. En todo caso, obtuve mi gran educación política cuando entré en la televisión, la BBC, y trabajé en documentales sobre gente sin hogar. Empecé a implicarme en movimientos políticos de izquierda, y me introduje en la historia del marxismo. Y hasta ahora.

-¿Cómo diría que ha cambiado el rol social de las películas desde entonces?

-Creo que hoy la gente hace películas políticas de diferentes maneras. Quiero decir, en los últimos años se han hecho algunas buenas películas sobre el medio ambiente, y algunas buenas sobre la pobreza. Pero no estoy seguro de que se hayan hecho muchas películas sobre la lucha de clases, que es el tema esencial de las películas que Paul [Laverty, guionista habitual de Loach] y yo hacemos. Para mí, el cine político es el que denuncia las desigualdades que genera la división de clases, y el que lucha por contribuir a que el sistema cambie.

-Si un joven cineasta acude a usted en busca de consejo, ¿qué le dice?

-Que lea libros para entender qué está pasando en el mundo. Que se implique políticamente, escuche los argumentos de los partidos y conozca a los que dan la cara por ellos, que se haga las grandes preguntas de la sociedad y y vaya a la raíz de los problemas. Que estudie la historia para entender cómo llegamos a estar en esta situación. Y que vea muchas películas, y absorba los métodos de quienes las hicieron. Y, poco a poco, encontrará su propio método.